Ferroviario desde la cuna, abrazador interminable de Remedios de Escalada Este, un barrio detrás de un paredón que divide las aguas, la línea ferroviaria y mucho más; Bruno Veronese supo utilizar un traspié en su salud para desarrollar una breve pero nutrida carrera como ilustrador y, por estos tiempos, hasta se anima a escribir algunas de sus vivencias.
El recuerdo de los galpones colmados de obreros, las distintas secciones, el olor a trabajo colectivo, las reuniones interminables en los cafés, el ejemplo de los mayores son algunas de las obsesiones que rodearon su vida y siguen alimentando su imaginación. La lucha por mantener la memoria histórica de un barrio que creció a orillas del ferrocarril y que hoy resiste. Bruno Veronese es parte de esa historia y de esa lucha. Supo ver cómo su barrio pasó del esplendor a la devastación. Esa es la obsesión que lo llevó a editar Voces detrás del paredón, su segundo libro, donde siguen presentes los murmullos de los talleres de Remedios de Escalada.
-Su historia arranca ligada al ferrocarril...
-Plantaron el taller en 1901, hicieron el paredón y, alrededor de todo eso, nació el barrio. La gente que se afincó en Remedios de Escalada Este, era principalmente inmigrante y del interior; fueron los primeros obreros del ferrocarril que conformaron una identidad extraordinaria. Mi viejo, apenas bajó del barco, fue para allá. Era un carpintero ebanista.
Para mí y para todos los pibes del barrio, la aspiración máxima era entrar al ferrocarril; no mirábamos otra cosa, queríamos cruzar esos portones y sentirnos parte. Yo entré en el 46 porque era costumbre de los ingleses que los familiares tuviesen prioridad. Eran muy inteligentes en eso, ya que crearon una mística ferroviaria. Como mi viejo, quería trabajar en la carpintería pero no había lugar; entonces entré en la sección de mecánica y estuve 30 años. Entrábamos como aprendices, y el tiempo hasta que uno llegaba a ser oficial era de 5 años, un verdadero aprendizaje. Discépolo decía que el café era la escuela de todas las cosas; para mí, el ferrocarril lo fue. El obrero ferroviario se trataba con todos de socio, porque el trabajo se asumía de manera colectiva, con responsabilidades, pero siempre ayudando al compañero. Eso no lo encontré en otro lado.
-¿Cómo era sentirse parte de ese colectivo?
-Uno aprende trabajando, no con palabras. Veíamos la satisfacción y el orgullo con el que trabajaban casi todos los obreros. Hubo algo que me deslumbró siempre. Cuando entraban las máquinas para reparar, cada sección hacía su trabajo con una responsabilidad y orgullo que, cuando estaban listas para salir a pinturería, todos iban temprano para ver la salida de la máquina. Nuestro trabajo se iba y dejábamos una huella. En la época que entré, estaban los ingleses y en marzo del 48, se nacionalizó el ferrocarril. Había mucha virulencia y lucha política en la base; eso era muy bueno porque la gente empezaba a discutir para que todos pudiésemos vivir mejor. Era una época donde uno se sentía protagonista y no espectador. Cuando se nacionalizó fue una explosión social. Se incrementó más la idea de que el ferrocarril era nuestro, pese a que los jefes seguían siendo los mismos. Lo que cambió fue que los negociados de esos jefes con empresas de repuestos se cortaron, por lo menos en esa época. Un ejemplo fue con las zapatas de freno, que las traían de esas empresas y se usaban en todo el país, un negocio redondo. Un grupo de obreros hizo una asamblea y resolvieron que los fundidores iban a intentar hacer una matriz similar para cortar el negociado. Hicieron una noria con matrices rudimentarias, pero ese ejemplo de sentirse parte era algo que se correspondía con un modo de vida. Tiempo después, a los 12 años de haberse nacionalizado, llegó un senador norteamericano que traía una propuesta para el gobierno de anular los ferrocarriles y desarrollar las carreteras para fomentar la venta de camiones y hacer su negocio. Los obreros nos empezamos a preparar para el desastre que vendría después. Frondizi cedió a todo lo que querían los ingleses y, en octubre del 61 se anunció que cerraban todos los talleres, varios ramales y dejaban cesantes a 70 mil ferroviarios. Esa mañana, cuando apareció la noticia en los diarios, nosotros estábamos en los talleres. Hicimos una asamblea esa noche en la Unión Ferroviaria, que se multiplicó en todos los puntos del país, y lanzamos una huelga que duró 42 días. Fue extraordinaria por el grado de solidaridad entre el gremio y los trabajadores, algo que no se da muchas veces. Dejaron de lado las diferencias políticas y se unieron para poder resistir, pese a que hubo una etapa previa de ablandamiento, de meter gente de afuera en el ferrocarril.
-Y en medio de esas pujas, siempre quedó pendiente el puente que podría comunicar a Escalada Oeste...
-Eso es algo que tiene más de 80 años de reclamo, una cosa increíble. Los inmigrantes de los años 20, entre los cuales se encontraba mi viejo, fueron los primeros que arrancaron con el reclamo. Simplemente querían tener un contacto directo con la estación, que la tendrían a 250 metros con un puente, pero con el paredón eran 2 km. Se hizo una comisión para que el reclamo siguiera vigente y se logró que, al menos, se abriera el portón del lado Este de Escalada en 1915. Pero la pasarela para el acceso de todo el barrio no tenía sus frutos. Recién en el año 59 se consiguió la promesa de Oscar Alende, un radical intransigente, que se comunicó con la comisión para hacer la obra, que lamentablemente quedó inconclusa a los 70 metros cuando llegó el golpe de Estado y se terminó ese sueño. No era ni es un problema de economía sino desidia de los políticos. Siguen pasando los gobiernos y el reclamo está vigente. A esta altura, esa pasarela quedó caduca, lo que se necesitaría es una calle que comunique con la estación y el barrio del lado Oeste. Todos los barrios desde Constitución hasta Glew, tienen acceso a ambos lados. Eso es vida para un lugar y a nuestro barrio eso lo postergó siempre...
(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº72 - Septiembre 2008)
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