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Nota de tapa

Paco Urondo: Para que nada siga como está

De próxima edición, "Hermano, Paco Urondo" es un pasaje a la intimidad de la infancia del poeta, a sus pasiones perpetuas, a sus amores constantes, a sus compromisos repetidos. Beatriz Urondo (su hermana) y Germán Amato, los autores del libro, mitad biografía y mitad diario íntimo, en las páginas que siguen ofrecen fragmentos de una historia vital que resuena hasta nuestros días.

Quiero comenzar una vida de acuerdo con mis ideas. A menudo hablamos, decimos muchas cosas, pero no hacemos nada y envejecemos en años o en espíritu que es peor. Hay ejemplos a granel no es necesario recurrir a ellos, solo sé que siempre a los que queremos iniciar una lucha nos la ponen delante de las narices y nos dicen: mira. Son los viejos anarquistas, buenos burgueses hoy; son los poetas melenudos de ayer, miembros hoy de alguna sociedad cultural. Este tipo de gente que antes me asustaba, hoy ya no y son los que he clasificado -pese a mi aversión a las clasificaciones- en la especie de los que "hablaban", de los muertos de antemano. Por lo tanto, amigo mío, quiero decirte que yo quiero: pensar, decir y sobre todo hacer. Hacer qué me dirás. Es difícil y es fácil de explicarlo. Se sintetiza en una palabra: Vivir.

Escribe Urondo, con veintiún años de edad, en 1951, al padre que lo increpa porque no sigue estudios universitarios y le clava la duda: ¿Cómo se va a ganar la vida...? Y desde entonces, Paco no deviene ni en un pelado de academias, ni en un rechoncho burgués que persigue atracones insaciables. Aunque siempre fornido y de buenos apetitos, más bien hizo un camino a la inversa, diferente. Es eso lo que resuena, y no desaparece ni se diluye y hace que crezca cada vez más, con cada nueva lectura, la obra de Paco Urondo; aunque pueda molestar a quienes prefieren verlo muerto, calladito, mudo e inoperante como la cultura que maquinaron (si es ésta la palabra adecuada) los genocidas. Y Urondo no se calla, ni después de muerto. Se levanta y anda. Y eso que, además, eligió como medio de expresión medular, la poesía, principal blanco por aniquilar de parte de los neocolonialistas de las últimas décadas. Millones de cascotes, payasos televisivos y películas de acción y efectos especiales cayeron sobre la gente para silenciarle la poesía. Pero, ¿se puede separar al ser humano de su instancia vital, milagrosa, o poesía, como también la denominan...?

Esa es la pregunta que instala Urondo desde el vamos, desde el inicio de su obra hasta el fin; su vida resuena, genera validez, desconcierto, actualidad y frescura a su poesía y a los acontecimientos que escribió con el cuerpo cuando no transcribía sobre papel lo que respiraba, tocaba, sentía, dudaba, creía. Y desde allí, nos mira, incomodándonos, desafiándonos a que nos animemos al intenso, ineludible poema recorrido de los días.

I

Puedo contar que tuve un perro y que me encantaba jugar con espadas. Nada más. Iba "armado" con alfileres a las fiestas de chicos para pinchar globos. Leía a Alejandro Dumas y la Historia de Cantú. A los quince años me tuvieron que operar de una pierna y al tener que permanecer en cama me entretuve con la "Comedia Humana". Los resultados están a la vista: soy un paranoico. Pero sí saqué una moraleja: siempre conviene enfermarse de un pie para leer a Balzac. Un héroe de aquel momento para mí era Humphrey Bogart... y la mujer ideal era Bette Davis o Judy Garland. Además estaba impresionado con la muerte de Gardel o con la del general Risso Patrón a quien mataron a la entrada de un comicio y por la espalda.

Aunque me ocurría de no tener muchos amigos, los duelos criollos, que alguna vez improvisé, eran con corta-plumas. Yo tenía 12 años y en mi casa se escuchaba ópera. La detestaba porque me convertía en algo pasivo y no la quería ver. A Stravinsky lo llegué a odiar... me encantaba la natación. La mayor fiesta eran las tormentas de verano. Nos íbamos al río, subiéndonos un grupo a una "piragua". Siempre repetíamos lo mismo: al darse vuelta teníamos la necesidad de traerla a la rastra.

Después comencé a vivir el clima universitario. Mi padre lo era. Esto influyó mucho en mi formación. Recuerdo junto a él, con mi hermana Beatriz íbamos a un laboratorio donde el doctor Damianovich mostraba un tubo de goma y después de no se sabe qué pases mágicos, lo convertía en vidrio. Eso me maravillaba. Quizá por lo mismo inicié estudios de química y matemáticas. Pero cuanta carrera universitaria comenzaba la dejaba inmediatamente.

En el 45, siendo mi padre vicedecano y decano Babini en la facultad de Química, hubo un lío tremendo y pusieron presos a todas las altas autoridades. Mi padre mandó a cerrar la facultad y poner la bandera a media asta. Mientras acompañábamos a los presos hasta el celular nos molieron a palos. Mi padre estaba en una casa que quedaba en la acera de enfrente al edificio universitario. El lugar estaba ocupado por la policía. Recuerdo que lo ví cruzar la calle con una gran emoción, pero no le hicieron nada. En el clima de la adolescencia aquel hecho fue muy significativo: tuve una real sensación de riesgo, sensación que en este país no he logrado perder...

II

En la voz de Beatriz Urondo:

Como en tantas otras oportunidades, fuimos al cine y, esta vez, nada menos que a ver una película de Humphrey Bogart. A Paquito le encantaban esas películas en que el personaje principal era vencedor en todos los aspectos. El más valiente, el intrépido, el conquistador de las chicas más lindas.

La sala se oscureció y el primer golpe del nerviosismo infantil nos llegó al estómago con un vértigo del que uno nunca se repone del todo. Ya se oía el rollo de película girando. Primeros destellos. Ahí estaba mi hermano Paquito sentado en una butaca pegadita a la mía, con su cara bañada de ángel, luz que iba y venía, y que se transformaría a la brevedad, ante la primera demostración de valentía del protagonista; no importaba si le tocara representar al que investigaba el crimen o al criminal.

Pero ese día, cambió el rol del actor. Cuando apareció Humphrey Bogart, vimos a un muerto que había regresado a la vida, manteniendo su aspecto de ultratumba, llevaba en sus brazos a un conejito blanco que acariciaba, con la mirada perdida y la piel helada; cada persona que lo tocaba se estremecía de frío. El miedo se apoderó de mí, terror que hizo doblarme y ocultarme en mis rodillas. No vi la película, la pasé entre un idioma desconocido retumbándome en los oídos, al principio con ojos cerrados, temiendo que el muerto saliera de pantalla y me encontrara, acurrucada entre las butacas, escapando aunque sea con los párpados de ese conejo terrorífico o de la mano putrefacta que lo acariciaba. En un momento, abrí mis ojos y ahí estaba mi hermano, también acurrucado, apoyando su cabecita en las piernas, temblaba. Nos miramos y nos dimos las manos, transpiraban con un sudor tibio, casi ajeno. Pero estábamos. Juntos.

Recién nos levantamos cuando encendieron las luces.

Del otro lado

Cuando estuvimos desesperados, alguien/ contó la historia. / No se la puede escuchar serenamente, tiemblan/ las manos, el corazón se encoge de dolor; /da un poco de miedo mirar a la gente, detenerse./ Ocurre lo de siempre./ Estábamos perdidos y la historia era confusa. Nada/ tenía que ver con la certeza, ni/ con el muslo de la bataclana. No/ intervinieron traiciones; no es/ una vulgar historia de fervores o mantenidas.

Tu mano es necesaria para sobrellevarla. También/ aquella vez (siempre aquella vez) apagaron/ las luces y fue necesaria la presencia de tu mano. / Nos apretamos las manos en la sala impenetrable, temblamos ante la cólera que aún no se había manifestado, que nunca llegaría a marcarnos como sospechábamos, sino de otra manera. Nuestras manos procuraban ordenar el temblor, dominar el doloroso pánico; y todo porque Humphrey Bogart había resucitado. / Estábamos perdidos en aquel/ cine y él no era como el redentor; su cruz/ no era un mandato, era/ la inteligencia del hombre, era la resurrección/ de la ciencia y de nuestros queridos finados./ Hace mucho que nos pasó esto; la mano/ fría del cadáver impenitente/ rozaba los sueños,/ acariciaba nuestros tiernos rostros despavoridos.

Desde aquella vez no sabemos qué hacer con las historias/ con los muertos que no aceptan su desdichada condición, no/ sabemos qué hacer con el miedo; no sabemos/ encontrar nuestras manos, nuestra/ tristeza. El mundo inconsistente.

Hubo muchas anécdotas como ésta. ¿Quién/ no tiene cosas horribles que contar? ¿Quién no tiene/ su historia? Pero nadie supo qué decir, nadie supo/ qué hacer, cuando alguien contó la historia. / Seguramente al escucharla buscarás una mano; será como antes, pero enseguida intentarás olvidar que estuvimos tristes o asustados. / Tampoco sabrás qué decir cuando se haga tarde; lo de siempre; tendrás ganas de llorar, y nada más./ Nadie esperaba una historia como ésta, tan lamentable. ¿Por qué no llorar entonces? ¿Por qué no perderse en la espesura de la sala?/ Se derramará sobre tu memoria, como el alcohol que se vuelca entre los nervios y la madrugada; la historia sobrevolará tu linda cabecita, será un cuervo que sacudirá tus entrañas corrompidas, que despeinará cariñosamente tu pelo.

Paco Urondo

La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº62-Septiembre 2007

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Autor

Germán Amato