«Si usted quiere ser diputado, no hable a favor de las remolachas, del petróleo, del trigo, del impuesto a la renta; no hable de fidelidad a la Constitución...
«Si usted quiere ser diputado, no hable a favor de las remolachas, del petróleo, del trigo, del impuesto a la renta; no hable de fidelidad a la Constitución, al país; no hable de defensa del obrero, del empleado y del niño. No; si usted quiere ser diputado, exclame por todas partes: Soy un ladrón, he robado (...), he robado todo lo que he podido, y siempre.
Enternecimiento.
...La gente se enternece frente a tanta sinceridad. Y ahora le explicaré. Todos los sinvergüenzas que aspiran a chuparle la sangre al país y a venderlo a empresas extranjeras, tuvieron la mala costumbre de hablar a la gente de su honestidad. Ellos «eran honestos». Ellos «aspiraban a desempeñar una administración honesta». Hablaron tanto de honestidad que no había pulgada cuadrada en el suelo donde se quisiera escupir, que no se escupiera de paso a la honestidad.
Embaldosaron y empedraron a la ciudad de honestidad. La palabra honestidad ha estado y está en la boca de cualquier atorrante que se para en el primer guardacantón y exclama que «el país necesita gente honesta». No hay prontuariado con antecedentes de fiscal de mesa y de subsecretario de comité que no le hable de honradez. En definitiva, sobre el país se ha desatado tal catarata de honestidad, que ya no se encuentra un solo pillo auténtico. No hay malandrino que alardee de serlo. No hay ladrón que se enorgullezca de su profesión. Y la gente, el público, harto de macanas, no quiere saber nada de conferencias. Ahora, yo que conozco un poco a nuestro público y a los que aspiran a ser candidatos a diputados, les propondré el siguiente discurso. Creo que sería un éxito definitivo.
Discurso que tendría éxito
He aquí el texto del discurso.
»Señores:
Aspiro a ser diputado, porque aspiro a robar en grande y a acomodarme mejor.
Mi finalidad no es salvar al país de la ruina en que lo han hundido las anteriores administraciones de compinches sinvergüenzas; no, señores, no es ese mi elemental propósito, sino que, íntima y ardorosamente, deseo contribuir al trabajo de saqueo con que se vacían las arcas del Estado, aspiración noble que ustedes tienen que comprender es la más intensa y efectiva que guarda el corazón de todo hombre que se presenta a candidato a diputado.
Robar no es fácil, señores. Para robar se necesitan determinadas condiciones que creo no tienen mis rivales. Ante todo, se necesita ser un cínico perfecto, y yo lo soy, no lo duden, señores.
En segundo término, se necesita ser un traidor, y yo también lo soy, señores. Saber venderse oportunamente: no desvergon-zadamente, sino evolutivamente (...) La posición del país no encuentra postor ni por un plato de lentejas en el actual momento histórico y trascendental. Y créanme, señores, yo seré un ladrón, pero antes de venderme por un plato de lentejas, créanlo... prefiero ser honrado. Abarquen la magnitud de mi sacrificio, y se darán cuenta de que soy un perfecto candidato a diputado.
Cierto es que quiero robar, pero ¿quién no quiere robar? Díganme ustedes quién es el desfachatado que en estos momentos de confusión no quiere robar. Si ese hombre honrado existe, yo me dejo crucificar.
Mis colegas también quieren robar, es cierto, pero no saben robar. Venderán al país por una bicoca, y eso es injusto. Yo venderé a mi patria, pero bien vendida. Ustedes saben que las arcas del Estado están enjutas, es decir, que no tienen un mal cobre para satisfacer la deuda externa; pues bien, yo remataré al país en cien mensualidades, de Ushuaia hasta el Chaco boliviano. Y no sólo traficaré al Estado, sino que me acomodaré con comerciantes, con falsificadores de alimentos, con concesionarios; adquiriré armas inofensivas para el Estado (...) Y si ustedes son capaces de enumerarme una sola materia en la cual yo no sea capaz de robar, renuncio ipso facto a mi candidatura (...)
(...) Verán ustedes que soy el único, entre todos estos hipócritas que quieren salvar al país, el absolutamente único que puede rematar hasta la última pulgada de tierra argentina... Incluso me propongo vender el Congreso e instalar un conventillo en el Palacio de Justicia. Porque si yo ando en libertad, es que no hay justicia, señores...»
Con este discurso, lo matan, o lo eligen presidente de la República.
(*) Este texto pertenece al libro «Aguafuertes Porteñas», y gana por estos días una actualidad sorprendente.
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