Apenas se comienza a hablar de letras y navegantes, acuden a la imaginación Melville, Stevenson y Conrad, que escribieron en inglés y -salvo el último, muerto tras la Gran Guerra- durante el siglo XIX. A lo sumo, además de los autores de Moby Dick, La isla del tesoro y Tifón, se piensa en el italiano Salgari y sus piratas, o en textos del francés Verne como Veinte mil leguas de viaje submarino. Sin embargo, desde la época de las galeras y carabelas a la de los cargueros, y de España a América, la literatura escrita en castellano viene dejando estela. Camina tierra y tierra adentro / con tu remo / hasta que alguien te pregunte /qué es eso. // Construye entonces tu casa. // Porque sólo entonces necesitarás decir y saber / que el mar es inmenso e insondable, / que el remo que empuja / contra la ola / y con la ola / es todo". Remo, Moya Cannon (poeta irlandesa, traducción del poeta Gerardo Gambolini)
Un escritor sudamericano hablaba acerca de Joseph Conrad -clásico de los clásicos del mar- en una universidad por la otra punta del continente, para un auditorio compuesto en su mayoría por blancos anglosajones y protestantes. El escritor del otro hemisferio les preguntó por qué, les parecía, ese polaco que había navegado en la marina francesa antes de hacerlo en la inglesa, hijo de un revolucionario nacionalista que admiraba a Francia y había traducido a su lengua Los trabajadores del mar de Victor Hugo, escribió en inglés. La respuesta fue unánime y teñida por ese matiz un tanto despectivo que subraya lo supuestamente obvio: Money! Esa respuesta hablaba sobre todo de quienes contestaban: de su utilitarismo cerrado, de cierto desdén por la historia que los llevaba a ignorar que Francia era la gran potencia editorial del siglo XIX y de una notoria incomprensión de los mecanismos de la escritura y de sus impulsos. Otra era y es la respuesta para aquel escritor del sur, Leopoldo Brizuela, nacido en Tolosa y criado entre el saludo de los trenes que corrían la llanura y los relatos de los compañeros de su padre, un trabajador del mar: Conrad escribía en inglés no porque el inglés fuese la lengua del imperio, que lo era, sino porque era la lengua de las tripulaciones. Antes hubo otro imperio en el que no se ponía el sol, un imperio que se perdió en el mar. Un imperio que antes de su naufragio, desparramó su lengua por los rumbos de nuestro continente: la lengua de otras tripulaciones y de otros escritores.
Reinos salobres
El mar irrumpe en la literatura de lengua castellana participando de una metáfora casi amenazante: Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar / que es el morir...escribe Jorge Manrique en las Coplas a la muerte de mi padre. Desde entonces, mar y barcos fueron asociados en castellano a imágenes dolientes.
A principios del siglo XV, con América en trance de ser descubierta y ocupada, los españoles adhirieron a la máxima romana navigare necesse est, vivere nie necesse (navegar es necesario, vivir no es necesario). Frase que consigna tanto en el caso del imperio romano como de la España de Carlos V una razón de estado, algo bien diferente al regocijo que expresa el grito Thalassa, thalassa de los griegos (cuenta Xenofonte, en Anabasis, que fue ésa la exclamación de los soldados griegos al ver el mar tras un cruce del desierto que les demandó varios meses).
Los enajenados, los sin esperanza o los que no tenían mucho más que sus esperanzas -puestas allende el océano-, los convictos, eran quienes mayormente se aventuraban a la mar desde España. No es de extrañar que una cantiga anónima de la época incurra en un lamento del que no está excluida la cuestión de clase (a diferencia de lo que sucedía entre los ingleses, los jefes de las grandes navegaciones españolas suelen ser segundones y hasta pobres): ¡Ay, mar brava, esquiva / de ti doy querella / facesme que viva / con tan gran mansella (...) por servir señores / en ti es metido. / Dime, ¿adónde es ido?/ ¿Do volvió la vela?
Juan de Dueñas escribe un largo poema, La nao de amor, en el que rechazo y naufragio se identifican en una sucesión de imágenes catastróficas: ...dejome desamparado / en los desiertos más fieros / de los mares engolfados. Lope de Vega, ya por el siglo XVII, afina y complejiza esa cadena asociativa en La Dorotea: ¡Pobre barquilla mía, / entre peñascos rota, / sin velas desvelada / y entre las olas sola! / ¿Adónde vas perdida, adónde, di, te engolfas, / que no hay deseos cuerdos / con esperanzas locas? Fray Luis de León advierte en Vida retirada: Ténganse su tesoro / los que de un flaco leño se confían: / no es mío ver el lloro / de los que desconfían / cuando el cierzo y el ábrego porfían. Francisco de Quevedo celebra con encendida música la osadía de quien se atreve a mar y amor, aunque todo termine entre rocas: Esforzose pobre luz / a contrahacer el Norte, / a ser piloto el deseo, / a ser farol una torre. / Atreviose a ser aurora / una boca a medianoche, / a ser bajel un amante, / y dos ojos a ser soles. / Embarcó todas sus llamas / el amor en este joven, / y caravana de fuego / navegó reinos salobres (Hero y Leandro). Pero en otros poemas advierte que no son de fiar los veleros: ¿Quién dio al robre y al haya atrevimiento / de nadar selva errante deslizada, / y al lino de impedir el paso al viento?; o pinta la miseria de la vida en galeras: ...en llegando a la mar, / ropa fuera, rasura, / reñir y remar.
Antes de perder el mar en batallas, tratados y juegos de mano financieros, España parece haberlo ido perdiendo en sus letras. Nada queda de su gloria o de sus miserias cuando el romántico José de Espronceda escribe la célebre Canción del pirata. Curiosamente Espronceda, revolucionario que sufrió el destierro, ignora las condiciones de vida concretas de los hombres de mar y se abandona a una idealización extrema: Que es mi barco mi tesoro / que es mi Dios la libertad.
Ínsulas
La primera narrativa marítima en lengua española se encuentra en los memoriales, Diarios de Viaje y Crónicas de Indias. Textos impulsados por la tensión entre dos contrarios, el apego a la verdad -si bien condicionada por lo ya visto, lo ya sabido y los modos dominantes de representación- y la especulación propagandística. No podemos descartar la exageración y hasta la falsificación lisa y llana, apuntadas a favorecer el impulso a nuevos viajes (y su sostén económico). Tampoco las alucinaciones debidas al hambre o los alimentos en mal estado.
Estos relatos de las primeras navegaciones hacia y por América -de Colón, Pigafetta, Ulrico Schmidt, Del Barco Centenera (en verso)-, fueron de lectura restringida en la época de su escritura y sólo mucho más adelante, marchitos sus méritos informativos y sus intenciones políticas y económicas, comenzaron a ser consumidos como literatura. Particular provecho sacaron de su lectura escritores como los cubanos Lino Novás Calvo -autor de la novela El negrero, que narra el tráfico marítimo de esclavos- y Alejo Carpentier. Su lenguaje -no sólo en la novela El arpa y la sombra, con Cristóbal Colón como protagonista- es tributario de esos textos.
Durante los siglos siguientes, poco tuvo que ver la literatura española con el mar: ya era de otros el mar. Significativamente, el escritor realista Benito Pérez Galdós inició el ciclo de sus episodios nacionales con la novela Trafalgar, a más de sesenta años de la derrota infligida por la escuadra de Nelson a la escuadra combinada (buques franceses y españoles) que marcó el fin de las pretensiones de imperio marítimo para la Madre Patria. En la novela se destacan el relato de los combates, la pintura del ambiente de a bordo, la vivacidad de los personajes, el humor, y -algo que no se ha marcado, y que no tiene par en la literatura anglosajona- una reflexión acerca del lenguaje de los marineros.
El vasco Pío Baroja escribió una serie de novelas del mar, integrada por Las inquietudes de Shanti Andia, El laberinto de las sirenas, La estrella del capitán chimista y Los pilotos de altura. La última incluye una cruda visión del rol de los vascos en el tráfico de ébano. Intachables católicos, tan temerosos de Dios como eficientes en su trabajo: transportar esclavos en los buques, que para ellos era sólo eso: un trabajo.
Hoy, el sumo exponente de la literatura vinculada al mar en España es Arturo Pérez-Reverte, quien publicó recientemente su propia versión del desastre naval de 1805 -Cabo Trafalgar-, y es el autor de La carta esférica, a la vez novela de aventuras atravesada de guiños, novela de amor y novela negra.
De las dos bandas
por Carlos María Domínguez (*)
Me crié cerca del río, en Olivos, y crecí en sus orillas, cuando a los balnearios llegaban, durante los veranos, camiones cargados de bañistas: había juegos y diversiones, música de acordeón, duchas, despachos de comida, peines de bolsillo y conquistas playeras. En Olivos entrenaba la troupe de Martín Karadajián y sus integrantes lucían los músculos en las barras del balneario. A las escalinatas iban las familias, con radio, salchichón y loro; en El Ancla y en Ico se reunía la juventud a jugar a la paleta, picaditos de fútbol, a quemarse al sol, mientras en lo alto, por las vías entonces abandonadas del Mitre, arrastraban los linyeras sus historias mínimas y fabulosas.
Ese mundo que se extendía por la costa, desde el Tigre a Punta Lara, acabó en la dictadura de Videla. Los militares se adueñaron de las orillas, privatizaron muchos tramos y luego las llenaron de escombros. Las aguas se contaminaron, prohibieron los baños. Perdimos el agua y el horizonte.
Cuando en 1989 me radiqué en Montevideo me junté de nuevo con el río, que aquí, no sin razones, llaman mar. Entran lobos, tortugas, toninas, ballenas, y los vientos del este lo vuelven verde y salino. Durante muchos años navegué por los ríos uruguayos y en la costa con una canoa, adaptada como velero, llamada Adastra, en recuerdo de un cuento de Haroldo Conti que integra La balada del álamo carolina. La obra de Haroldo me invitó a esas y otras aventuras como la de la Isla Juncal, que culminó en la escritura de Tres muescas en mi carabina. La novela me llevó a ampliar la investigación en las costas de Colonia y a escribir Escritos en el agua con el testimonio de pescadores, cazadores furtivos, contrabandistas, piratas, y a partir de la lectura de ambos libros los Prácticos del Puerto de Montevideo y del Río de la Plata me encargaron que escribiera un libro sobre la historia y experiencia de su oficio (entrar los grandes buques al estuario, al Uruguay y al Paraná), con lo que volví a embarcarme, esta vez en los grandes porta contenedores y petroleros. Con algunas de las historias que me contaron los Prácticos, marinos de larga trayectoria, escribí un libro de relatos titulado Mares baldíos.
No he sido frecuentador de la literatura marina, aunque admiro la obra de Joseph Conrad, los relatos de Jack London y las historias de Melville. Mi pequeña experiencia en el agua, con el Adastra, el velero de un hermano o los grandes buques, me permitió advertir que el cielo y el mar forman una máquina misteriosa, y con ellas la nave, cargada de intención y desafío, tal si un barco concentrara la humanidad, con sus conflictos e ilusiones, bajo la intemperie. Así, creo yo y me repito, quisiera que se deslizara siempre una escritura, como una proa abre las aguas.
El mar me enseñó algunas cosas: que hay rumbos que no se pueden tomar sino de modo oblicuo, que para avanzar en el viento es más fuerte una superficie flexible que una dura, y que a veces hay que dejarse abatir y aguardar la oportunidad para cumplir con un propósito. Son muchas las metáforas marinas que involucran a la escritura, porque en ambas pasiones están en juego el cuerpo y la imaginación. Se templan, necesariamente, con lo que sabemos, pero sobre todo, con lo que ignoramos del viaje, de su destino, de lo que hacemos con un impulso irrenunciable y queremos averiguar.
(*) Periodista y narrador. Su novela Tres muescas en mi carabina y su libro de relatos La casa de papel, se han traducido al francés, alemán, holandés, italiano y portugués.
De padres, hijos y hermanos elegidos
por Leopoldo Brizuela (*)
Cuando el hijo de un marino tiene que salir al mundo, cuenta con muy pocas armas. La herencia de un marino, de un padre virtualmente ausente, es menos un legado concreto de cosas y enseñanzas que una serie de pistas como las que sigue un detective para resolver un misterio. Yo encuentro a mi padre menos en mi casa que en nombres que decía y que brillaban en su relato: Comodoro, Ushuaía -así con acento-, Cabo de Hornos; o en sensaciones -recuerdo estar pasando de un avión a otro por una manga en Saint Louis, en Estados Unidos, y recobrar ¡casi cuarenta años después! el mismo olor del petrolero Islas Orcadas donde pasé la navidad de mis tres años-; o en cuando yo mismo me zambullo y hago la plancha y me parece que si de pronto alzo la cabeza lo veo enseñándome a hacer eso en Mar del Plata, lo único concreto que recuerdo me enseñó. No soy nada religioso, y por lo tanto no encuentro a mi padre en su tumba; pero no hay momento en que pase por encima del puerto de Buenos Aires y no lo reconozca en el movimiento mismo del puerto, de las grúas y los barcos, de las mareas, de los días. Con pistas pequeñas como éstas, salí al mundo.
Cuando el hijo de un marino se embarca, puede ser que lo haga para saber qué había en el vasto océano preferible a una mujer, a un chico, a una casa en la playa. Y si no se embarca, recurre a las grandes novelas del género. Lo hice yo mismo, cuando empecé a escribir: me abismaba en Melville, en Jack London, en Joseph Conrad sobre todo, tratando de encontrar la compañía de mi padre, tratando de formar parte de la misma tripulación, pero siempre me encontraba con la misma verdad: los marinos de las novelas nunca se acuerdan de los hijos, ni de las mujeres ni de los viejos. Los marinos son el presente de su propia aventura. Una de las cosas que más me conmueven en la novela breve Kanaka, de Juan Bautista Duizeide, es que estamos ante la primera novela del mar que trata del hijo de un marino y habla por su voz. Pero además, hace realidad la fantasía tan largamente acariciada por todos los hijos de los marinos, la de encontrar en alguna página una frase que diga: ahí tuve un hijo, ahí está el corazón de mi tristeza y mi memoria.
(*) Poeta, narrador y traductor. Ha publicado entre otros libros Fado (poesía), Inglaterra. Una fábula (premio Clarín de novela 1999) y Los que llegamos más lejos (relatos). Organizó talleres de escritura con Madres de Plaza de Mayo y con HIJOS.
La nota completa en Sudestada N° 43
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