Puentes desde las notas que la pasión improvisa hasta las páginas, desde París a Buenos Aires y desde Barracas a New Orleans. Puentes por donde supieron pasearse Julio Cortázar, Charlie Parker y Raúl Gustavo Aguirre. Abelardo Castillo y una desesperada trompeta anónima que suena como un alfilerazo de oro, Juan Sasturain y Lennie Tristano, Paco Urondo de la mano de Jim Hall. Ilustración: Julio Ibarra.
Desde hace tiempo, los buenos músicos argentinos de jazz suenan como nadie en la tierra. Hay quienes incorporan materiales provenientes del tango, del folklore o del rock nacional en diversa medida y manera, y hay quienes construyen músicas más abstractas; hay quienes componen sus propios temas y quienes tocan standards o convierten en tales a las composiciones de Piazzolla o de Spinetta, por ejemplo. Pero todos -sin necesidad de caer en obviedades ni demagogias- suenan a este rincón del mapa y de la historia. La destreza instrumental es sólo un punto de partida; la comunicatividad, la búsqueda, son aventuras emprendidas con esa excelencia técnica como herramienta y bagaje. Tal ha sido el desarrollo de esta música, que una lista de nombres insoslayables puede resultar tarea condenada al fracaso, rápidamente desactualizada por el surgimiento de alguna nueva estrella para sumarse a quienes vienen sonando. Músicos que construyen mundos sonoros complejos, originales y autónomos, tan lejanos al calco esmerado como irreductibles al catálogo de las influencias. Resulta además destacable que no estemos ante una movida limitada al microclima porteño. Puede afirmarse que hemos llegado al jazz. Ahora sí. Pero la literatura argentina llegó primero.
Ventarrón
Tal vez el jazz aparezca por primera vez en la literatura argentina con un poema en prosa de Raúl González Tuñón: "Jazzband", incluido en La calle del agujero en la media (1930). Y si bien los tópicos del exotismo están presentes en él, se trata de un poema que adelanta en más de veinte años el pulso escritural de la beat generation estadounidense: "Entremos al bar, la noche está afuera, como el mar. El bar parece un puerto. Yo vi sus luces rojas desde lejos. La noche se tendía a sus pies como un animal herido. Allá arden las avenidas gritando letreros luminosos al espacio infinito (...). El hombre que tenía alma de prestamista, corazón de catedrático, gestos de procurador, está caído contra las piedras de la calle. Me habló de Kant y le eché cocaína en su sopa (...). El jazz, latiendo su sonido irregular, loco, sobre la tarima, es el corazón del tiempo".
Una letra de tango -con no pocos ecos de la "Sinfonía en gris mayor" de Rubén Darío- cita al jazz. Se trata de "Aquella cantina de la ribera", de José González Castillo: "Todas las pobres barcas sin rumbo,/ que hacia las playas arrastra el mar/ bajo los cuatro vientos del mundo/ y en la tormenta de una jazz band".
A mediados de los años 50, fresca aún la muerte del revolucionario saxofonista Charlie Parker, co-creador del estilo conocido como bebop, el poeta Raúl Gustavo Aguirre escribió un poema en su memoria titulado "Jazz de verano": "Un hombre que sostuvo/ que sostuvo y sostuvo/ en el fondo de un vaso un sonido sin fin/ para que nadie nunca nunca más esté solo".
A inicios de la década siguiente, Paco Urondo festejó en otro poema al rey de los guitarristas: "Jim Hall destroza la noche de El Bajo,/ disimula la tristeza pesada de estar entre nativos;/ la vergüenza de ser del sur/ los parientes pobres; la sorpresa imposible/ de reconocer al mundo en otros lugares, en otros sueños,/ en otro alcohol de la gente. Los nativos olvidan las injurias/ y admiran la ternura del jazz y aman, todavía".
Cuentan que Ella Fitzgerald y Jim Hall, después de tocar en los grandes teatros para los platudos y los ávidos de figuración, iban a boliches como el Jamaica a seguirla entre los más fanáticos. Cuentan que en una de esas mesas se codeaban, admirados, Paco Urondo y Mario Trejo. Cuentan que la poesía estaba en el aire.
All the things you are
Hasta aquí, antecedentes, pioneros meritorios. No más. Porque hablar de jazz y literatura en Argentina es hablar de Julio Cortázar. Por sus libros collage -La vuelta al día en ochenta mundos y Último Round- andan sentidas, ingeniosas celebraciones del pianista Thelonious Monk, el trompetista Clifford Brown y el cantante, trompetista y showman Louis Armstrong. En Rayuela -plagada de señalamientos y contraseñas culturales que bordean el abismo de la pedantería si es que no se lanzan gozosamente a él- abundan las citas de jazz: el omnipresente Dippermouth Armstrong (apodado así por sus apetitos prodigiosos de comida, de mujeres, de hierba), el compositor y director de orquesta Duke Ellington, su saxofonista Johnny Hodges, los pianistas Jelly Roll Morton, Earl Hines (uno de los favoritos de Cortázar) y Horace Silver, el cornetista Bix Beiderbecke, el saxofonista Sonny Rollins... Y siguen nombres. Eso sí, alternándose con los de compositores contemporáneos de música -Arnold Schönberg, Iannis Xenaxis-, artistas plásticos -Paul Klee, Mondrian-, literatos como el poeta surrealista René Crevel y el dramaturgo, novelista y poeta Samuel Beckett. Como si se quisiera dejar bien claro que el autor y sus criaturas no en vano se cuentan entre los iluminados habitantes de la ciudad luz. O como para reconocerle al socarrón Borges que el snobismo es la más auténtica pasión argentina.
(La nota completa en Especial # 6 Jazz - Rock de Sudestada - Julio 2012)
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