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Cinestada

Adam Elliot: Plastilina para grandes

Quien se asome al cine de animación de ese genio llamado Adam Elliot, no hallará nada previsible. Ternura sin golpes bajos, personajes solitarios y entrañables, y relatos complejos, plenos de metáforas, propone un creador extraordinario cuyas herramientas de trabajo son la plastilina y la imaginación.

Max I

La imagen aparece poco después del comienzo de la película, cuando todavía estamos conociendo a los personajes. Sabemos que corre el año 1976. Sabemos también que es de noche, pero eso poco importa en este lugar del mapa: Nueva York, aún durante el día, sigue gris. Y en uno de los tantos departamentos que se levantan sobre la ciudad, en un rincón de su piso más alto, parado sobre una pequeña silla de madera y vestido con ropa de dormir, vemos a Max Jerry Horowitz balanceándose hacia adelante y hacia atrás. Max está sufriendo un ataque de ansiedad; tiene los ojos desorbitados, las manos sobre la cara, dos dedos en la boca temblorosa y el pecho tan agitado que resulta fácil oírle la respiración. Max va y viene, hacia adelante y hacia atrás, una y otra vez, y con cada envión de su cuerpo redondo, los cordones del pijama le golpean levemente bajo la panza.

¿Por qué Max está sufriendo este ataque? ¿Qué es lo que le provoca tanto nerviosismo y confusión? Una carta, sabemos. Una carta escrita por una nena australiana de 8 años llamada Mary, que lo ha elegido al azar entre los nombres de la guía telefónica para contarle de su vida y para preguntarle qué tan distintas son las cosas en Estados Unidos. Y Mary, entre tantas preguntas, quiere saber cómo nacen los bebés en Norteamérica (porque ella sabe que, en Australia, los bebés aparecen en el fondo de los vasos de cerveza de sus padres).

Max está desconcertado; todo esto es nuevo y estresante para él, y es por eso que después de haber leído la carta varias veces, no encuentra mejor remedio para calmar su ansiedad que entregarse a aquel vaivén repetitivo y cadencioso, en un rincón oscuro de su departamento.

La escena es tan extraña que nos hace reír. Es un comienzo algo inusual para una amistad que durará veinte años, pensamos, inocentemente, aún con una sonrisa en el rostro. Lo curioso es que, cuando pensamos esto, nos olvidamos al menos por un rato de un detalle importante.

Tanto Mary como Max están hechos de plastilina.

El director

No es difícil entender cómo Adam Elliot ha creado personajes tan singulares en la película Mary and Max si uno hace un breve recorrido por su vida. Para empezar, Adam nació en 1972, en Australia, con un ligero temblor hereditario similar al que provoca el Parkinson. Pasó parte de su infancia en una granja de camarones ubicada en una zona prácticamente desértica del país denominada outback. Allí vivió con una familia compuesta por su padre (retirado de la acrobacia y del clown), su madre (peluquera) y tres hermanos. Cuando la granja finalmente quebró, decidieron mudarse a Melbourne y poner una ferretería.

"Debo admitirlo, nunca fui un gran fanático de la animación -dice Adam, y el comentario sorprende-. Siempre fui creativo; dibujando desde que nací y haciendo objetos deformes con hueveras de cartón y limpiapipas. Pero mientras los adultos se maravillaban de mi toque artístico, para mí sólo era un pasatiempo y una excusa para no tener que jugar al fútbol o hacer otro tipo de ejercicio aburrido".

En realidad, Adam siempre quiso ser veterinario. De chico se la pasaba levantando animales enfermos y tratando de curarlos con remedios caseros y tratamientos de su propia invención. Terminó matando a varios, por supuesto. Una vez ahogó a un gorrión malherido por darle de comer semillas directamente en la boca, sin saber que los gorriones primero le sacan la cáscara. "Siempre sentí culpa por los muchos animales indefensos que llevé precipitadamente a la muerte. Por eso, como una especie de homenaje, los pongo en todas mis películas".

(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº 96 - marzo 2011)

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Autor

Ramiro Montero