Una organización de origen maoísta expandió su discurso revolucionario en las zonas más atrasadas y puso en jaque al Estado burgués. Utilizó el terror como instrumento y ganó apoyo popular ocupando el vacío de poder de un sistema racista y opresor. A punto de lanzar su ofensiva final, se desmoronó con la captura de su máximo líder y abrió una profunda herida que aún no cicatriza en la sociedad peruana. Opinan Gustavo Gorriti, Nelson Manrique y Fabiola Escárzaga. por Martín Latorraca y Hugo Montero
1. ¿Es que no escucha la voz de alerta de las compañeras, primero un susurro confidente, después un grito tenso, casi un ruego? ¿No se inmuta cuando el chofer del micro se detiene de improviso frente al retén policial y baja a las zancadas y corre aterrorizado hasta el resguardo del destacamento? ¿Es que no percibe la salida intempestiva de los agentes uniformados, que ahora rodean el bus, que disparan al aire, que apuntan hacia su ventanilla y exigen su rendición a los gritos? Feliciano mira hacia la nada, inmutable. Afuera, apenas amanece sobre la ruta que parte por la mitad a la selvática localidad de Cochas, muy cerca de Huancayo. No, no escucha a las compañeras que esperan una orden, que no saben qué hacer, que gimen desesperadas frente al desenlace inexorable. Feliciano no dice nada, elige el silencio, y se aferra a la bolsa de arpillera que oculta entre sus piernas. ¿Es que no comprende que en segundos el micro será baleado por la policía? ¿No le importa que ahora, armados de un temor alimentado durante meses de cerco y búsqueda implacable, los agentes aborden el colectivo y apunten sus fusiles trémulos contra su pecho y parezcan dispuestos a llenarlo de agujeros ante el primer movimiento de su cuerpo gastado, exhausto ya de tanto escapar hacia ningún lado? Feliciano mira los ojos de sus captores, mide el terror en sus miradas, lo conoce. Sabe que esa madrugada del 14 de julio de 1999 ha llegado al final del camino.
De frente al caño de un revólver, las palabras se caen de su boca sin convicción, se pierden en el silencio tenso del pasillo del ómnibus copado por la policía…
–Ya perdí, ustedes han ganado. Soy Feliciano. No le hagan daño a las mujeres que me acompañan. Estoy desarmado…
Los uniformados no bajan la guardia, tampoco las armas. No por nada el hombre que les habla es el guerrillero más buscado de la patria, el último líder histórico de Sendero Luminoso… ¿El temible comandante Feliciano cuya cabeza se cotiza en 200 mil dólares de recompensa se entrega así, sin resistencia, preocupado apenas por la seguridad de sus tres camaradas que asisten a la escena en disciplinado mutismo? ¿El líder de la violenta fracción "Sendero Rojo", por el cual se lanza un operativo con 1.500 efectivos dispersos por la selva central peruana, afirma estar desarmado, se muestra abatido y derrotado ante sus captores? ¿Por qué se aferra, como un náufrago a la deriva, a una bolsa de arpillera que no contiene otra cosa que medicinas, unos choclos, un par de papas?
Feliciano no lo dice, pero esa madrugada no lo han derrotado. Él sabe que la derrota comenzó mucho tiempo atrás, que el incidente de su captura es la consecuencia lógica de un epílogo que se demoró más de la cuenta. Fatigado por el esfuerzo empeñado en eludir un cerco tras otro, rengo por una herida de guerra mal curada, sin más hombres a su cargo que un manojo de espectros sin preparación militar, Feliciano se entrega porque conoce el guión de esta historia. Ya no es el temible guerrillero que osó escupir sobre las órdenes de un claudicante y servil Abimael Guzmán y que se forjó fama de rebelde por su lucha incansable al mando de la fracción "Proseguir". Ya no es el caudillo indomable que propone persistir hasta vencer, el líder de la "línea liquidacionista" o del "bloque escicionista", según las categorías de Guzmán cuando desoyó su llamado insultante a negociar la paz. Ahora es un hombre viejo, exhausto, rengo, rodeado de tres mujeres, desarmado. Ahora es una sombra.
Sabe Feliciano que desde esta madrugada fatal, su ejército disperso y raleado que intenta sobrevivir en el valle de los ríos Apurímac y Ene (VRAE) quedará en manos de José y de Alipio, que ya no estaré él para controlar el vínculo entre Sendero y el tráfico en esa zona selvática donde se concentra la mayor producción de coca del país, que ya no podrá impedir que Sendero se transforme en otra cosa. En algo muy distinto a lo que imaginó en 1992, cuando supo que Guzmán había sido atrapado sin mediar un solo disparo por la policía, y con él otros ocho integrantes del Comité Central, en un golpe de inteligencia que desmoronó a la organización. Sólo él zafó del operativo de inteligencia militar, y zafó porque estaba en el campo, combatiendo, y no en Lima, resguardado como un burgués, gozando de los privilegios de una beatificación irracional, custodiado por un grupo de fieles sin un solo revólver en toda la casa para presentar combate en caso de redada policial.
Ese paralelo es lo único que inquieta ahora a Feliciano. Él también, como Guzmán, se entrega desarmado. Él tampoco cae en manos del enemigo luego de una balacera heroica, después de jugarse el pellejo a cara o cruz y ganarse un lugar en el panteón de los mitos rebeldes. No pudo cumplir con la recomendación de su padre ("Yo le diría que como hombre se defienda y que si no quiere ser detenido, que se mate"), un decepcionado general retirado del ejército que no había podido impedir que su hijo notable, el único con medalla de honor por excelencia académica en el colegio, se sumara a la guerrilla maoísta que haría tambalear al Estado durante más de una década. No pudo, y la similitud lo avergüenza. En todo lo demás, se diferencia del "traidor y delator", del "llorón y farsante", del "déspota y alcohólico", como definiría después a Guzmán en su celda en la Base Naval del Callao, no muy lejos del calabozo donde envejece el propio Presidente Gonzalo. Si Abimael es el teórico, con su aspecto de profesor universitario y su impronta de orador académico; Feliciano es el hombre de acción, un soldado de la revolución, el primero en la embestida. Si Guzmán es capturado en el ápice del poder de Sendero, semanas después de anunciar el pasaje a la fase de "equilibrio estratégico" y semanas antes de la ofensiva final; Feliciano cae cuando Sendero es una sombra de sí mismo, un grupo divido por las pujas internas que reparte su tiempo entre forjar una alianza con los narcos en la selva o intentar reconstituir algo de toda la fortaleza perdida. Si uno teoriza oculto, firma órdenes y exige sacrificios heroicos desde los sótanos clandestinos de una ciudad aterrorizada, el otro sangra en la batalla, pone el cuerpo, respira peligro en el campo. Si Guzmán proclama la necesidad de un acuerdo de paz a poco de asumir la derrota en la cárcel, Feliciano persiste en la lucha después de esa misma derrota.
Feliciano se entrega sin ofrecer resistencia. Lo espera una larga condena. Lo espera, también, el balance de una historia que alguna vez se llamó Sendero Luminoso, pero que ahora asume las formas de un recodo oscuro, lúgubre, ajeno a toda épica.
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