Huey P. Newton es el protagonista de esta historia. Pero también Eldridge Cleaver, Stokely Carmichael, Angela Davis, Mumia Abu-Jamal y tantos otros y otras que cimentaron la leyenda del Partido de los Panteras Negras en los 60. Génesis, desarrollo y ocaso de la organización revolucionaria afroamericana más importante de Estados Unidos.
La calle era territorio de dealers y de gángsters. Un disparo siempre significaba lo mismo: un ajuste de cuentas, una pelea, una traición. Esa noche del 22 de agosto de 1989 no fue la excepción. La sangre espesa dibujaba los contornos de la vereda apenas iluminada por una pequeña luna. En el piso, la silueta de un negro se desmoronaba en una posición imposible. La sangre avanzaba rumbo a la calle. El matón de turno se llamaba Tyrone Robinson, tenía 24 años y una fidelidad a prueba de fuego por la Familia de la Guerrilla Negra; una de las tantas pandillas que se disputaba el negocio del crack y la cocaína en la Costa Oeste de Estados Unidos. 24 años tenía el dueño de la 9 mm. Durante su infancia, había zafado del hambre gracias al desayuno gratuito que los jóvenes Panteras Negras servían a todos los pibes del gueto cada mañana. Huevos fritos, tostadas y una taza de leche eran el desayuno. Antes del crack, antes de la cocaína, antes de la Familia, Robinson iba cada mañana al local del Partido en Oakland a tomar su desayuno, a saludar a sus amigos Panteras y a soñar, quizá, ser uno de ellos alguna vez.
Claro que lo conocía. Lo conocía bien, por lo menos hacía dos años. No le caía mal el difunto, pero últimamente se había descontrolado. Nada más molesto para la Familia que un adicto sin códigos. Ahora la molestia se desangraba en la vereda. Robinson se guardó la 9 mm y revisó los bolsillos del baleado con la paciencia de quien se sabe impune. Ahí estaba el crack robado. Se guardó lo que era suyo y escupió la silueta de su víctima. La sangre ya llegaba hasta la calle.
Oakland dormía el sueño frágil de los que saben cómo evitar los problemas. Del otro lado de las puertas cerradas con mil llaves, una silueta se desangraba. Horas más tarde, con la mañana asomándose por entre los edificios, un par de curiosos se acercaron a mirar. ¿Supo alguno de ellos quién era esa sombra que importunaba a los caminantes? Una ambulancia arrancó la sombra del piso. Un comerciante limpió la escena con baldazos de agua y detergente. Un policía aburrido llegó para hacer preguntas que -bien sabía- nadie respondería. Y una chica joven, trémula, silenciosa, en mitad del frío, se acercó a dejar una rosa en esa esquina. Y un mensaje. Breve el mensaje: "A Huey, por los primeros años...".
(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº78 - mayo 2009)
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