Después de tres décadas de ausencia, un fotógrafo chileno regresa a su tierra natal, Cunco. A partir de las imágenes, Héctor González recorre con sensibilidad los paisajes mínimos de su infancia: la cocina de su tía, la taberna de siempre, los bosques y ferrocarriles que ya no están, los pibes que hoy juegan por las calles. "Conmovido, comencé a retratar mis propios fantasmas para construir una colección de imágenes que me ayudasen a recordar", dice. Estos son sus fantasmas.
Como hay que nacer en alguna parte, me tocó Cunco. Y fue culpa de un pipeño aliñado con rencores añejos. Corría 1949 y mi padre era obrero ferroviario. Para más señas, palanquero del tren de carga de Valparaíso a Puerto Montt. Una tarde de enero, se jugaba un torneo de rayuela en la "picá" vecina a la Casa de Máquinas. A mi papá le tocó enfrentarse con uno de los jefes grandes. Justo con el que mantenía un rescoldo de rencillas viejas. Con el primer punto dudoso volaron insultos, luego hubo coscachos. Como era mal visto que la jerarquía catase mostos junto al perraje, "La Empresa" calificó el incidente de tropelía menor y, en vez de darle sobre azul, a mi viejo lo degradaron a un ramal. Pudo tocarle Lonquimay, Curacautin, Villarrica, Cherquenco o Carahue. Pero el azar dijo Cunco y ahí lo arrinconaron. El 21 de marzo, mi madre llegó a instalarse en el "pueulo", conmigo en la maleta. Nací justo tres meses después.
Poco recuerdo de mis primeros años, aunque llevo impresos dos aromas de identidad: uno picante, a carbón de piedra ardiendo en "la lorita" y el otro espeso, a manta de castilla húmeda. Además, cualquier repiqueteo de lluvia furiosa me suena a infancia con tejuelas. Yo tenía seis añitos cuando mi querida tía Uldadina se casó con Nano Rickemberg, el herrero del pueblo. Me crié en su casa, fascinado con el taller. Mi tío Nano siempre ha sido un hombre bueno y desde que yo era un pergenio ponía un cajón delante de la fragua, me instalaba arriba y quedaba encargado de tirar el fuelle. Para completar la broma, me pagaba un par de chauchas diarias y yo me creía la muerte, trabajando entre hombretones curtidos y con una clientela ruda, de revolver al cinto. Ahí mudé los dientes de leche y eché raíces.
(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº78 - mayo 2009)
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