Entrevista con Félix Lorenzo, pintor, rostro sereno, cordobés pero aporteñado, un perro, una casa y un taller. Su obra es la metamorfosis del hombre que lleva dentro y un bestiario interminable.
Mirando sus enormes cuadros, uno intenta en vano componer la escena... recién sucederá después de conocerlo.
-¿Cuál es el discurso?
-No sé. A mí lo que me importa es la condición humana, un concepto muy amplio. Si hay algo por lo que yo trabajo es por ser mejor persona. Pero en el sentido más amplio del término. No un buen tipo, sino una buena persona. Aprender.
-¿Cómo influía el mundo en tu obra?
-En una época, influyó decisivamente; en la década del 70, yo militaba y tenía los problemas que tenían todos en ese momento. Tuve que estar escondido y perdí una cantidad de obras importante. Para mí, el proceso de reconstrucción interna fue muy trabajoso. Yo perdí todo. Quedamos con mi mujer y mi hija con un bolsito en una pizzería sin tener a dónde ir. Si estamos vivos, no me explico por qué. Lo que también te trae ciertos conflictos. Una cosa de culpa. La culpa del sobreviviente.
-¿Cómo rearmarse?
-En la vida hay momentos de crisis, de muertes y renacimientos. Que pueden ser pequeñas o grandes muertes. Yo, como muchísima gente, sobreviví, pero dentro de mí hubo un proceso de muerte, de sentimiento profundo de derrota, de pérdida. Me llevó muchos años atravesarlo. A esta altura, no es algo que me perturbe. Yo necesitaba vivir, no sólo por mí, sino por mis hijos... aparte porque mi deseo es vivir. No tuve una estrategia para reconstruirme, debo haber hecho como hizo mucha gente, que la pasó infinitamente peor que yo.
-¿Alguna vez dejaste de pintar?
-Sí, hubo un momento en que sentí que no servía para nada. Hasta que un día, en el comedor, tenía los papeles, los lápices y me puse a dibujar. No hubo ningún tipo de reflexión interior. Después pensé que son argumentos que uno busca para justificar lo que no sabe cómo justificar. Que así como yo pensaba que no servía, ese mismo argumento lo usaba para lo contrario. Es decir, en una cultura utilitarista, donde todo tiene que servir para algo, qué mejor que hacer algo que no sirva para nada. No era ni siquiera una rebeldía, sino una explicación que yo me daba. Y además, darme cuenta del placer que a mí me producía. Recuperé el placer, el goce del hacer. Después de un período de tanta muerte, tanto dolor, recuperar el goce era fundamental.
-Además, la militancia setentista también tiende a renegar del placer.
-Sí, parecíamos testigos de Jehová. Pero, aun equivocado, de lo que estoy convencido es que siempre me equivoqué desde la más pura honestidad intelectual de la que yo era capaz. En esa época yo estaba lleno de respuestas y ahora estoy lleno de preguntas. Literalmente. Yo en esa época creía en muchas cosas y ahora no creo en nada, pero no desde una postura nihilista, sino que estoy abierto a creer en lo que aparezca y yo crea. Me volví un no dogmático. Por lo menos aprendí eso.
(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº75)
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