Nació en Montevideo en 1940. Le hubiera gustado hacer cine, se conformó uruguayamente con escribir cuentos, novelas y guiones de historieta que ponen a prueba nuestra concepción del relato y de la realidad. Dicen que ha muerto allá, hace unos años. Volúmenes sembrados por librerías de viejo como bombas de tiempo, más algunas ediciones relativamente nuevas, sugieren otra cosa. Una voz, desde una cinta reencontrada por azar, parece confirmar la duda.
Mi primer encuentro con Levrero fue en otra Buenos Aires. Una ciudad que se desperezaba de la pesadilla (o creía desperezarse de la pesadilla). Regresaban músicos y escritores que habían estado prohibidos, siempre y cuando no estuvieran desaparecidos o asesinados. Esos volvían de otros modos, poco a poco. Había música por las calles, no siempre buena, o casi nunca, pero música. Había, en las calles, mesas con libros que aún llevaban en sus páginas el olor a humedad de las mazmorras donde aguantaron mientras otros eran quemados o enterrados. Yo andaba por esas calles. Era joven. Era otro.
Desde la misma mesa de ofertas donde me encontré con un libro llamado Sudeste y, al abrirlo, el río me saltó a la cara, me llamó la atención un tomito con un cuadro que me remitió vagamente a Magritte en su tapa. Se titulaba La ciudad; su autor, Mario Levrero. Desde entonces, empecé a buscarlo donde no estaba y a encontrarlo donde otra vez me sorprendía.
Muchos, en aquella época, eran figurita difícil (me pasó con Haroldo: tras aquel Sudeste maravilloso, tardé meses en toparme con algún otro libro suyo, años en leerlos todos). Pero Levrero resultaba especialmente esquivo: víctima de editoriales tan pequeñas como ignotas, que se sabotean a sí mismas o se funden, volúmenes que se autodestruyen tras una leída, tiradas ínfimas, distribución errática, stocks reconvertidos en pulpa de papel. ¿Una conjura de la realidad para que no se extendiera el virus Levrero?
Para preguntárselo, quince años después, cruzaría el río. Y él me diría que escribir es lo suyo como quien dice y a mí qué me importa. Que su literatura es "el intento de comunicar una experiencia espiritual". Sola, saltaría mi repregunta: ¿No hay contradicción entre ese intento de comunicar y la despreocupación por la obra una vez publicada? "Si mis libros llegaran a mucha gente, caerían con seguridad en manos en las que no deben caer. Gente que no se contacta con ellos, que no dialoga. Prefiero considerar a mis lectores como amigos que se toman todo un trabajo para dar con mis libros", me contestaría, como si el peregrinaje por librerías y la búsqueda sin brújula ni mapa fueran parte de un ritual de acceso.
La cinta donde grabé esa respuesta, y tantas más, se me perdió entre papeles. Buscando alguna otra cosa, la reencuentro. Levrero, dicen, lleva años muerto, pero basta sentir el peso del cassette en la mano y vuelvo a caminar hacia aquel departamento. Es como estar perdido dentro de un relato de Levrero: garúa, está muy oscuro en la Ciudad Vieja; portales derruidos, subidas, bajadas, curvas y rectas de calles sin señalizar, me confunden.
Al fin, una portera de nombre Rosa y ese aspecto ambiguo de los personajes sospechables de cualquier cosa en un clase B señala un ascensor jaula: "Es por ahí". Levrero atiende sin preguntar quién es. Adentro no está mucho más iluminado. Alcanza para ver a la pasada, apenas se entra, una foto de Kafka junto a una de Gardel. En vano un ventilador intenta ahuyentar los restos del agobio de la jornada. Levrero susurra en la penumbra. Ofrece café. No para de fumar.
(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº71 - Agosto 2008)
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