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Crónica viajera

Toto Villarroel: hilos de la vida

La magia desborda el retablo. Los hilos se tensan y el Maese Elvio Toto Villarroel se larga en un camino entrañable con voz de marioneta.

Desde su llegada al mundo en 1924, la vida de Elvio Toto Villarroel fue un perpetuo nacimiento, un continuo tránsito hacia el aprendizaje y el descubrimiento de oficios tan diversos como asombrosos. De campesino a maestro rural, de peregrino a poeta, de abogado militante a brillante titiritero; su largo caminar vuelve hoy desde los tiempos remotos, con su voz calma y serena, con su mirada franca y rotunda, para ofrendarnos nuevamente sus recuerdos e ilusiones. Vuelve aquí, como él diría, "a gritar sobre los vientos, voces desnudas, que mueren a lo lejos".

Esta entrevista, realizada en el año 2001, poco tiempo antes de su fallecimiento, es hoy nuestro más profundo homenaje a su vida, un canto a la sencillez y a la humildad que marcaron todo aquello a lo cual se entregó apasionadamente.

"Con harina de dolor y tiempo, con levadura de siglos estamos amasando".

Acostado sobre los rastrojos de la extensa llanura, contempla el desfile de nubes en la cálida tarde cordobesa. Una brisa fresca despeina los papeles donde lentamente se van dibujando las primeras líneas de una vida de poeta. Los chanchos y las cabras deambulan a su alrededor, pero toda la atención está en el blanco de esas nubes, que se reflejan en el papel vacío como un abismo. Pero, lento, el abismo se cierra y comienzan a brotar las palabras, desordenadas como una tormenta.

-La poesía me acompañó siempre. Yo era campesino. Me mandaban a cuidar los cerdos y entonces escribía. Mi padre murió joven y debí ayudar a mi madre en la crianza de mis cinco hermanas. Fue así que realicé los más diversos oficios. Cuando en el 50 me quedé sin trabajo, me fui a Mendoza con ellas. Yo ya era maestro, pero no ganaba nada y me empleé en una librería. De allí me echaron porque me la pasaba leyendo. Después trabajé en una pastelería, de donde me despidieron porque me comía todas las masitas. Después me fui a juntar frutas, pero tuve que irme porque me descompuse de tanto comer durazno caliente. También estuve en la cárcel, en la época de Perón. Como yo no era peronista, me pusieron preso por no llevar la banda de luto de Eva.

-Con los títeres empecé en el 42, a los 18 años, cuando aún era campesino y todavía no me había recibido de maestro. Victorio Podreca, que era un gran titiritero italiano, había venido a hacer una gira y cuando comenzó la guerra, ya no pudo volver. Entonces, empezó a hacer funciones acá. Yo iba a la escuela a caballo, en Bell Ville (Córdoba), y allí fue Podreca. Los primeros años apenas me animé a acercarme, pero después empezaron a conocerme los utileros y trabajadores de Podreca, porque él traía un vagón con todo lo necesario para realizar su obra: venía con la orquesta, los cantantes y toda un armazón para poner sobre el escenario, una especie de puente para poder manipular los muñecos por delante y por detrás, y ese puente no se veía. Era un trabajo realmente extra-ordinario.

Poco a poco fui viendo los muñecos, cómo estaban construidos y atados, y después me dejaron entrar al teatro a ver cómo se armaba ese mundo de fantasía, ese mundo del títere. Pude estar atrás del escenario cuando estaban haciendo la obra, y yo -por cierto- quedaba fascinado. Y así fui aprendiendo y me fui prendiendo de esa magia del muñeco animado por el hombre.

-Cuando me recibí de maestro, armé mi pequeño retablo. Daba clases en los boliches de la legua (que están a una legua del pueblo). En un garaje, todas las mañanas sacaban el auto y yo entraba ahí con los alumnos, y los fines de semana, hacía títeres. Con los pocos elementos que tenía, empecé a hacer algunas marionetas rústicas, y surgieron algunos muñecos que en realidad no tenían una organización teatral ni pretendían ser un espectáculo. Después, poco a poco, fui armando un espectáculo y, durante los fines de semana, iba a los diferentes pueblos con un amigo de Bell Ville, que era muy buen quenista, y juntos hacíamos marionetas y, otro poco, él tocaba la quena. Se juntaba mucha gente, porque en los boliches de las afueras del pueblo la gente iba a ver este espectáculo, que para ellos era desconocido...

(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada)

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Autor

Martín Flores y Ana Sofía Quintana