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Crónica viajera

Salar de Uyuni, Bolivia

En Uyuni, Bolivia, cielo y tierra se confunden en un horizonte único. A más de 3.600 metros de altura, se expande el salar más grande del mundo. Susurros cotidianos en un laberinto blanco que habitan salineros de manos quemadas y sueños postergados.

Voces sigilosas me despiertan, como avisos imprecisos, como campanadas secas. A mi alrededor, algunas personas duermen como para siempre, otras murmuran y hablan impacientes. El ambiente es extraño como un alborotado silencio. Un niño intenta venderme algo mientras veo paquetes que llevan gente, gente que lleva paquetes y se mueven por un pasillo estrecho como sombras fantasmales. Quiero recordar qué hago allí, a dónde voy. Miro hacia fuera, pero la noche se devora los contornos. Más allá del vidrio, caminantes difusos se deslizan en torno a un sol de noche y no consigo ubicarme. Un rostro colla me apunta con ojos profusos, milenarios. Su voz telúrica y pausada me indica que estamos en Uyuni. Entonces recuerdo.

El ómnibus nos deja en un amplio bulevar cuando el amanecer empieza a morder los primeros montes que en el cielo se adivinan. Luego de la nevada de la última noche, la desértica alborada de la puna rebela su despiadada belleza. Un viento seco rompe sus olas implacables sobre las calles vacías. Nos abrigamos en un puesto al reparo del frío y nos sentamos a una larga mesa frente a comensales desconocidos: nos convoca un mate caliente de coca que nos devuelve los sentidos. La mañana sigue dibujando el pueblo de Uyuni, lo va creando para nuestros ojos. Las viviendas trazan su relieve en la fachada y empiezan a rodar bicicletas, a poblarse los rincones. Nos echamos a andar en el nuevo escenario. Siempre hay un perro que nos sigue.

Uyuni ha sido clave en el transporte boliviano sobre rieles. El pueblo, que está a más de 3600 metros de altura, tiene una vieja y desolada estación de tren. Los ferrocarriles han constituido una arteria segura de comunicación con Villazón y Oruro, ya que atraviesan los secos y polvorientos espacios altiplánicos, castigados rigurosamente durante los meses lluviosos que corren entre diciembre y marzo. La locomotora se transforma en la cabeza de un animal desértico y austero que relincha siluetas de humo mientras serpentea la montaña.

Como un evidente testimonio, se puede visitar el Cementerio de Trenes, que exhibe antiguas locomotoras de la primera mitad del siglo XX. Un enorme monumento de un obrero ferroviario armado fue erigido luego de la Revolución de 1952 que llevó a la presidencia a Paz Estenssoro.

En la avenida principal de Uyuni no hay semáforos. Es excesivamente ancha en proporción a la cantidad de vehículos que circulan. Después comprendo: docenas de puestos comienzan a levantar la feria del lugar. Se ofrecen comidas, ropas, artículos medicinales... La avenida se vuelve peatonal e invita a recorrer las ofertas regionales. Sobresale una torre con reloj coronada por una cruz blanca. Las edificaciones tienen techos altos y ninguna sobrepasa los dos pisos de altura.

Cerca de allí, un ómnibus sale para el salar más grande del mundo. Cargamos las mochilas y esperamos la partida. Pasan los minutos y nadie se apura. La gente va llegando suavemente, sin urgencias. Así son las cosas en Bolivia. De una velocidad parsimoniosa, acorde a los tiempos naturales: el verano y el invierno, el día y la noche. El reloj no es un elemento muy útil en estos pagos: sus agujas sentencian tiempos demasiado breves para los extensos días bolivianos. La espera se pasa entre charlas y comentarios, entre risas y juegos. Los asientos se van llenando y el interior del vehículo se va ocupando de grandes bolsas y paquetes. Los pasajeros son mayormente habitantes de los poblados costeros del salar. Vienen a Uyuni a conseguir algunos víveres y retornan nuevamente a sus diminutos poblados.

Cuando consigue llenar su capacidad, el ómnibus por fin arranca. Enseguida sale de Uyuni y toma un complicado camino de ripio. El conductor gira la perilla de una radio deteriorada y una música andina, música de viento, abraza el ambiente. Cae la tarde y el paisaje se abre. En el horizonte se levantan cordones montañosos. La puna se desnuda bajo el cielo grana. El salar se deja adivinar en la altiplanicie yerma. Es una oceánica inmensidad de nada. Es una vasta extensión de todo...

La nota completa en la edición gráfica de Sudestada nº59 - Junio 2007

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Autor

Martín Flores y Ana Sofía Quintana