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Literatura

Los premios: a propósito de Cortázar y Fresán

Ahí estábamos en ese mediodía de noviembre, en un boliche del Bajo, discutiendo de literatura. Nos acordamos de Cortázar, el tan ninguneado Cortázar. De cuando se presentó a un concurso. El jurado lo componían figuras notables del ambiente literario de entonces, que ahora nadie recuerda. Un amigo creyó acordarse que el libro participante había sido Los premios. Otro creyó acordarse que la novela empezaba en el Tortoni. En la London, corrigió el primero. En el Tortoni, insistió el segundo. En la London, porfió el primero. En el Tortoni. Qué apostamos. Apostamos. No importa qué apostamos.

Importa, en cambio, que ninguno tenía la novela de Cortázar para confirmar el dato: señal luminosa del poder de la narrativa cortazariana. Todos la habíamos prestado. Cuando uno presta un libro es porque tiene algo que se desea compartir. Como se quiera, caja de herramientas o lupa, no hay instrumento más solidario que un libro.

Salimos de librerías. Por Florida, desde Plaza San Martín hasta Rivadavia y entonces nos encontramos en la esquina de la London. Ni una librería que tuviera la novela de Cortázar en stock. En las librerías de Avenida de Mayo tampoco. Volvimos atrás. Hay una galería subterránea que comunica Córdoba con Florida. En el subsuelo hay locales de compostura de ropa y de zapatos, venta de cartuchos y repuestos de computación, de antiguedades y máquinas de fotos usadas. Hay un par de comederos que aroman el sótano. También unas cuantas librerías. No queda mucho espacio para el cliente en esos locales estrechos. Es cierto, los locales son reducidos. Y la cantidad de libros, revistas, láminas que se apilan es inversamente proporcional a cada negocito. Librerías de usados, para lectores que saben lo que buscan. Los libreros no ignoran lo que buscan esos lectores, conteniendo la ansiedad, el síntoma de los devotos y coleccionistas. Una primera edición de Arlt puede costar quinientos pesos. O más.

En una de esas librerías encontramos Los Premios. La primera edición costaba cuatrocientos. Una más reciente, noventa. Consultamos la novela. No importa quién ganó la apuesta. Quienes leyeron la novela, lo saben. El que perdió la apuesta se compró con felicidad la edición de noventa. Había perdido la apuesta, pero recobrado lo más importante: un ejemplar. Subimos a la ciudad comentando la situación. Podía dar para un cuento, uno de Cortázar. Unos tipos discuten sobre un libro y se recorren todos los barrios buscándolo. Más tarde llegan a la conclusión de que acaso ese libro no existe, pero, cada uno por su lado, lo pensaron con una leve diferencia geográfica en la trama.

Me acordé de Fresán. Sus libros escasean en las librerías. Son escasas las que tienen sus últimos títulos. Reconocido por Roberto Bolaño, Salman Rushdie, John Irving, entre otros escritores, Fresán fue traducido desde Moscú a Nueva York pasando por toda Europa. Las críticas que fue cosechando, todas elogiosas. Semanas atrás premiaron Mantra en Francia. Sin embargo, la noticia no salió por estos pagos. Acordarse de París era otra vez acordarse de Cortázar. París es una de las dos ciudades de Rayuela. La otra es Buenos Aires. Y México una de las dos ciudades de Mantra que empieza en Buenos Aires. Mantra es la novela más cortazariana de Fresán, quien asegura no haber leído Rayuela. La indiferencia de los suplementos literarios con respecto a Fresán es un silencio atronador. Nadie es profeta en su tierra. Cortázar no lo fue. Su relación con la intelectualidad local resultó un malentendido que agravaron la distancia y la dictadura. Obvio, más la dictadura. El caso Fresán es similar. Quizá más jodido. Porque no hay dictadura ahora. Quienes lo ningunean son los dictadores que cada semana arman un canon diferente.

Leer una novela como Mantra, la historia de un director de cine prodigio y un tumor cerebral, dejarse hipnotizar por su escritura, vivir en su trama un tiempo, acompañar a sus personajes, adentrarse con ellos en una atmósfera en la que conviven Guadalupe Posadas y Malcom Lowry, iluminarse con sus obsesiones, soportar su pathos, que el mundo se enrarezca, es una apuesta con más riesgo que un concurso literario. Toda una apuesta.

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Autor

Guillermo Sacomanno