Cantautor, poeta, cineasta, artista plástico y quién sabe qué más; el trabajo de Luis Eduardo Aute durante décadas se asemeja a un fascinante universo en constante mutación. En esta charla con Sudestada, el español confirma viejas pasiones y renueva su compromiso con la sagrada letanía de escuchar buenas canciones.
Luis Eduardo Aute es una canción en la madrugada acompañada por un whisky. Es un paseo por el País de las Maravillas que alguna vez visitó Alicia, pero según la visión de un "canalla" que, en vez de conejos trajeados, naipes que deambulan como humanos, gatos que se esfuman y demás portentos; ve ángeles que están lejos de ser asexuados. Es la persona que mantiene un contacto epistolar internetizado con este aspirante a escritor que, en cierta ocasión, le dejó una carta en un hotel porteño como quien arroja una botella al mar, con un mensaje dentro, y tiene la pretensión de esperar respuesta. Me siento un náufrago en una isla desierta que, cansado de hablarle a los cocos, recuerda que alguna vez, a través de una equipo de audio, una voz lo hizo sentir acompañado en la asfixia de la gran ciudad y, ahora, el eco de aquella poesía cantada lo empuja a respirar en ese trozo de tierra rodeado de agua, pese al impulso de arrojarse al océano y sentir la sal en los pulmones. Y en esa soledad extrema, unas palabras escritas que llegan a la costa para decir que todo (o casi todo) está mal, pero que la esperanza no perece. Y entonces agradecer que en el barco que naufragó había papel, tinta y ron de sobra, para escribir y colocar en los envases vacíos -el alcohol está dentro mío- preguntas que sin duda serán contestadas, porque quien dibuja frases desde el otro lado del charco salado es un amigo. Un amigo al que le sienta perfectamente la palabra Artista -así, con mayúscula-. Un tipo que comprende que esa desigualdad entre la realidad y nuestro ideal puede ser subsanada, o por lo menos compensada en parte, a través del arte, en cualquiera de sus formas. Esa persona, entonces, toma el pincel y derrama espíritu sobre el lienzo, esparce expresiones poéticas en libros varios, graba su alma cantada, inmortaliza sueños surrealistas en celuloide, etcétera, etcétera, etcétera. Y esa diversidad creativa le impone, en tiempos de masturbación digital, el mote de hombre renacentista. Él dice: "La verdad, no le doy mucho crédito al término porque no me lo creo. Que me haya movido en campos diversos no quiere decir que sea un 'renacentista', aunque sí me siento muy afín a ese concepto del artista que no se cierra a un único medio de expresión. Yo me siento más un 'curioso' de esos distintos lenguajes. Creo que el artista debe enriquecer sus herramientas y no hay otro modo de hacerlo que aventurarse en esas experiencias". La sed de sentirse en contacto con el universo, su pasaporte de ciudadano del mundo, la preocupación por el sufrimiento del hombre y el gozo por su felicidad sin importar banderas tal vez tengan que ver con un nacimiento poco común para un cantautor "español": Luis Eduardo conoció su forma mortal en Filipinas. A propósito, ¿recordará algo de sus primeros años de vida en aquella parte del globo? ¿Habrá regresado al sitio donde vio por primera vez la luz del sol, donde percibió también la noche? Recibe el recipiente con mis dudas y devuelve el envase con su contestación: "Tengo recuerdos, aunque pocos. Salí de Manila a los once años y, como comprenderás, mis recuerdos son muy elementales, aunque imborrables. No he regresado desde entonces. Y no lo he hecho porque las veces que lo he intentado no se han consumado por diversos motivos y creo que ya es demasiado tarde. No me queda familia allá y temo encontrarme en un sitio sin referentes cómplices de aquellos recuerdos. Mejor me quedo con la Manila de mis sueños". Y en esos sueños es probable que Luis Eduardo se vea dilucidando inconvenientes, dando muestras de valentía ante seres temibles, tal como Jim Hawkins, el niño de La isla del tesoro, de Robert Stevenson. No es casualidad que, cuando se le consulta qué personaje de qué obra literaria le hubiera gustado ser, nombre a aquel chico, y respalde su elección con la frase: "Creo que los motivos son obvios". La obviedad a la que se refiere el Artista tal vez tenga que ver con ese momento de la vida en el que las plantas muestran sus recientes flores, donde marchitarse no está dentro de los cálculos, donde es posible, incluso, vencer a los piratas sólo con la pureza del alma no corrompida. La niñez que quedó en Manila tiene que ser resguardada en los sueños, no debe ser salpicada por la corrosión del tiempo. "Al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver", aconseja Joaquín Sabina. Mejor identificar aquella tierra con la felicidad de quien, en la dulce altanería de su tierna edad, cree que todo lo puede. Un nene se permite ser audaz al punto de no temer a nuevas e imprevistas situaciones, y así no es descabellado que llegue a protagonizar una enorme e insólita partida de ajedrez, como Alicia, que tras conocer el País de las Maravillas, atravesó un espejo y continuó sus aventuras en una tierra poblada por reinas, reyes, peones y caballos. No es extraño que, a la hora de jugar con suposiciones, cuando Luis Eduardo es consultado sobre la pluma que le gustaría que marcara el paso de su vida, en caso de que su existencia se desarrollara en una novela; él responda Lewis Carroll, autor de las aventuras maravillosas de Alicia. Y está el espejo, que Alicia atravesó y nosotros debemos intentar utilizar como elemento de inspección interior, más allá del reflejo del físico. Frente al espejo, si nos paramos bien, podemos ver a través de los cuerpos. En un espejo puede latir un alma, y aquí no se habla de fantasmas. Luis Eduardo expresa: "El espejo es esencial en cualquier reflexión. Y lo digo rotundamente. En el espejo (que imita al agua) nos 'descubrimos'. A través del espejo vemos nuestra 'reflexión'. A través de esa 'reflexión' descubrimos nuestro yo, y por tanto, las subsiguientes reflexiones: 'ése' es yo, yo soy (yo), quién soy yo, qué es yo... etc. Digo que el espejo imita al agua porque el primer espejo natural en donde el ser humano se puede 'reconocer', a través de la reflexión de su imagen, es el agua. El agua fue el primer espejo. Por ello venimos del agua. No tanto de una bacteria que 'evolucionó' desde el agua al aire, sino por esa imagen (de uno mismo) que 'se revolucionó' a través de la reflexión...
(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº54-Noviembre 2006)
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