Al terminar la temporada, cuando la playa se vacía de veraneantes, aparecen los surfistas. Los balnearios ya levantaron las carpas. La costa es un horizonte de viento, arena y mar. Entonces se los puede ver. Los surfistas parecen haber estado siempre ahí, a unas brazadas de la orilla, en la rompiente, esperando.
Ahora el mar les pertenece como nunca. Y van a permanecer en el agua, agazapados, aún contra el presagio de una sudestada. Hay algo que llama la atención al verlos achicados en la distancia, asomando apenas en la magnitud del océano.
Observarlos desde acá, desde la playa, en lo que dura esa espera, la espera de esa ola, tiene mucho de misterio y revelación.
A veces los surfistas están desde la mañana temprano. A veces, si el día empezó tormentoso, recién llegan al mediodía, cuando un resplandor débil se filtra entre las nubes densas. Sin embargo entran en el mar, se quedan un tiempo largo. Quien los observa se pregunta por qué no aprovecharon esa ola. Pero la ola que el observador calcula apropiada no es, con seguridad, la que está esperando ese surfista que sujeta la tabla. Esa ola esperada es como un sueño personal, privado, inaccesible.
Sólo el surfista sabe lo que está esperando. Sólo él.
Hay momentos en que el mar está demasiado calmo. La superficie se aquieta, es una extensión de sosiego. Y esa calma, se advierte, es una premonición. Después de un rato, indolentes, empiezan a formarse algunas olas.
Entonces los surfistas se preparan. Aun desde lejos puede advertirse ese suspenso del cuerpo sobre la tabla, los músculos en tensión, listos para el salto y el viaje a lo largo de la ola.
Con suerte, y no sólo con destreza, el envión puede durar unos segundos largos. Acá, en esta costa atlántica, las olas suelen ser engañosas en su duración, quizá interminables para el observador, pero nunca lo bastante para el surfista. Si se quiere una ola adecuada hacen falta entonces, además de reflejos, ese golpe de suerte que convertirá en proeza ese tiempo tan corto del equilibrio vertiginoso en la cresta de espuma. Pero para que ese golpe de suerte ocurra es necesario estar en el agua, siempre, esperando.
Uno puede preguntarse cómo se explica ese misterio y esa revelación que está y no está en la ola. Quizá el misterio se explica en la espera. Y la revelación, en la fugacidad de ese deslizamiento en el que la existencia, de golpe, es viento.
¿De qué estoy hablando?
De escribir.
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