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Nota de tapa

Entrevista con Osvaldo Bayer: Las grandes batallas del historiador

El olvido tiene sus cómplices, pero también sus enemigos acérrimos. El escritor Osvaldo Bayer es uno de aquellos que combate diariamente por rescatar del silencio y la indiferencia de la historia la figura de grandes y valientes hombres y mujeres del pasado.

"El tugurio" señala un cartel fileteado, enclavado sobre la puerta de calle en Belgrano. Golpear la puerta es estar listo para adentrarse cautelosamente en los recónditos rincones del tugurio, la morada del escritor e historiador Osvaldo Bayer. "Fue Osvaldo Soriano el que lo llamó así por primera vez. Me decía, por joder: Vos vivís en un tugurio; y me gustó el nombre". El tugurio de Bayer es un reducido universo de viejos libros asomados por desbordantes bibliotecas, cientos de revistas amontonadas sobre las sillas, fotos y recuerdos de familia repartidos en resistentes estanterías y alguna que otra planta disimulada entre tanto libro.

Conversar con Bayer es una de las tareas más agradables que cualquier periodista puede asumir. O mejor dicho, escucharlo hablar, narrar y cruzar mil historias, asumir con los gestos justos y los acentos cualquier personaje de la historia. Así pasan por el río de su voz la suerte de infinidad de peones fusilados y militares asesinos, de temerarios anarquistas y cómplices estancieros. Resulta imposible reflejar, entonces, en pocas páginas las más de tres horas de charla, navegando con brisa a favor por los relatos de una rebelde Patagonia, su infancia en un barrio de alemanes, su pasado como timonel de fragata, la polémica entre anarquistas, la historia de Severino Di Giovanni y América Scarfó, la odisea por las cartas de amor de Severino, las peleas con Leonardo Favio y Luis Puenzo por la película maldita de Di Giovanni, su grave enfermedad, su nieto anarquista detenido en Berlín por tirarle un botellazo a un policía, sus encuentros con Cortázar en el exilio, y la lista sigue. Ahora conviene detenerse y dejar que la voz de Bayer vaya desandando el texto que sigue...

Vientos del sur

¿Después de tantos años, ¿qué le dejó la investigación sobre los fusilados en la Patagonia?

En verdad, las satisfacciones han sido muchas. Se trataba de un tema absolutamente desconocido, del que no había nada escrito, y ya desde el primer tomo el libro se vendió muy bien.. Y apenas salió el segundo tomo me llamó Héctor Olivera para hacer la película, algo que para mí fue una gran alegría, pero que también inició toda la persecución.

Realmente es un hecho para historiarlo por las dificultades que tuvimos con la censura, las dificultades de filmación y por la forma en que fue prohibida por Isabel Perón, en octubre de 1974. Para mí las consecuencias fueron tremendas porque me cambió la vida, me tuve que ir a Alemania cuando yo tenía todos los problemas resueltos acá, en el sentido que ya podía vivir de mis libros y de los guiones cinematográficos, y teníamos una serie de proyectos con Olivera para trabajar con películas de un tono similar a la de La Patagonia rebelde, sobre hechos escondidos de la historia.

Cuando llegué a Alemania tuve que dedicarme a la traducción en vez de la investigación histórica, y por supuesto cambió la vida de mi familia, porque mis hijos tuvieron que estudiar allá, se recibieron de carreras que acá tienen poco eco. Es decir, quedó toda la familia allá, de los cuatro hijos y de los diez nietos, el único que volvió fui yo, con mi mujer. Así que el libro y la película cambiaron toda mi vida por culpa de la dictadura. Jamás le voy a perdonar este cambio de vida, de ideales, de una profesión que tuve que suspender durante ocho años.

Pero lo más importante fue que el trabajo valió la pena, porque después de mucho tiempo hace apenas tres o cuatro años se empezó la reivindicación de todo esto: se empezaron a hacer monolitos en la tumbas masivas, cosa que no se había logrado nunca en 80 años, el monumento a Facón Grande que está en Jaramillo. Es emocionante, porque uno va por la ruta patagónica en esa soledad y de pronto ve surgir el monumento a ese gaucho entrerriano, un verdadero héroe de las huelgas, fusilado por el coronel Varela. El último se hizo en San Julián, se levantó un monumento en la plaza y participó hasta el intendente que es radical, es decir que eso ya no se puede tapar más.

¿Cómo fue eso de toparse con muchos de los protagonistas vivos de la matanza?

Los soldados fusiladores eran de la clase 1900, y yo empecé a investigar en 1969, así que tenían 69 años y pude ver la reacción de cada uno. Algunos me veían venir como a un cura confesor. "Por fin alguien a quien le puedo confiar todo", decían, porque en realidad a nadie le interesaba esa temática.

Algunos soldados se ponían a llorar, por ejemplo, uno de ellos en Tres Arroyos me decía: "Yo no sé porqué Dios me mandó, yo era un buen muchacho, trabajaba en el campo, los sábados iba a bailar y los domingos siempre a misa, ¿por qué Dios me mandó allá, a fusilar a obreros, por qué hizo eso Dios?". Las reacciones eran bien diferentes. Uno de ellos, cuando fui a la casa y le comenté que yo era un historiador interesado en los hechos de la Patagonia, y le mostraba en los partes que figuraba como soldado en la estancia La Anita, no decía nada. El tipo me miraba, y me dijo: "Mire, yo le voy a decir la verdad, lo único que recuerdo es que fuimos en barco y regresamos en barco, nada más". No hubo caso, no me hizo pasar, y cuando me iba me alcanzó a gritar con todo el cinismo: "Pero si lo tendría que volver a hacer, lo haría". Uno lloraba y el otro no se arrepentía. Luego, la reacción de los oficiales que habían intervenido, se inventaban historias. El coronel Viñas Ibarra, que había estado en la estancia Anita y estaba ciego, me decía: "Yo le voy a explicar, eso fue un combate, un combate, lo que pasa es que nosotros nos poníamos a favor del viento, y los obreros en contra.

A ellos el viento les desviaba las balas y a nosotros nos las guiaba". Yo le decía que, sin embargo, nunca hubo un soldado soldado siquiera con una herida en los dedos. "Y le vuelvo a repetir, por el viento", decía y lo repetía tanto que al final se creía su versión. Después el general Anaya, que había sido capitán durante la campaña, quería saber de dónde yo sacaba los datos y me terminó por investigar a mí, y siempre que discutíamos me terminaba echando de su casa. Le llamaban gallito de lata porque era petiso y paradito. Y cuando yo iba a su departamento me atendían sus hermanas, una de 80 y otra de 88 años y me decían: "Usted todavía acá, usted va terminar matando al general"...


(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada N°17)

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Autor

Jaime Galeano, Hugo Montero