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En la calle

El circo Rumano en Lomas. Había una vez... un circo

Payasos, trapecistas, domadores, monos que se rajan, el circo llegó a Camino Negro y convocó pequeñas multitudes. Historia de una familia que vive entre la fantasía y la dura realidad.

El encuentro se hizo esperar. Atrás quedó la fría mañana del primer intento por conversar con la gente del circo, sin saber que sus horarios matutinos están destinados al descanso. Días antes de la función volvimos ansiosos a la carpa, instalada en un baldío de Camino Negro, muy cerca de puente La Noria. Ahí conocimos a José, dueño del circo, un hombre de 72 años que desde que nació lleva en su sangre la herencia del circo. Entre los ladridos de los perros y los niños jugando, supo excusarse de charlas con Sudestada: "Vénganse a la función del sábado, miren los números y después charlamos, que si les cuento mi vida en el circo tienen para escribir un libro".

Durante las horas previas a la función revivimos aquella ansiedad de niños, aquellas horas interminables que nos separaban de la magia y el misterio del circo. Porque siempre había un circo por llegar. Aquellos enormes baldíos prometían más tarde o más temprano aquel mundo de fantasía que todos los chicos del barrio no querían perderse. Porque en los barrios siempre había un baldío, un circo por venir y unos pibes ansiosos.

Parece ser que el circo fue perdiendo su encanto, el mundo moderno se lo llevó por delante, la ciudad no le dejó lugar entre sus moles de cemento. Pero José, como tantos otros, no se rinde. Lleva toda una vida en el show, y no piensa dejarlo. No sólo porque es lo que sabe hacer, sino porque tiene a toda su familia en esto. Hijos, nietos y bisnieto forman parte integral del Circo Rumano, que nació hace cien años, cuando los padres de José trajeron desde Rumania su arte, y hoy cuenta con más de una docena de casas rodantes, animales y toda una estructura que le permite darle comodidad a más de quinientos espectadores.

Así llegamos, con las ganas de ser sorprendidos, con la esperanza de volver a ser, por una tarde, aquellos niños de pantalones cortos y rodillas raspadas.


Bienvenidos al circo

"Tengan ustedes muy buenas tardes, sean bienvenidos al mágico mundo del circo. Bienvenidos al poderoso circo Rumano, por excelencia, el mejor. Los quiero invitar a todos ustedes a presenciar un nuevo concepto y estilo del arte del circo, y a lo largo de nuestro espectáculo voy a presentarles a artistas que presentarán sus conocimientos con verdadero esmero y dedicación. El circo empieza, querida familia, de esta manera". La voz del presentador irrumpió en la fría carpa, ante la mirada atenta de todos los presentes. Los chicos, que eran multitud, gritaban y se mezclaban con la música y las luces, en una sala a medio llenar, pero colmada de entusiasmo.

Entre los aplausos, Jesús de los Ángeles subió al trapecio, dispuesto a realizar su rutina. Con sus diez años, Jesús podría ser parte del público que lo aplaude, pero él nació del otro lado de la pista, y sabe cómo divertirse y divertir. "Estoy en el circo desde que nací, y con el trapecio hace un año y medio. Yo nací acá en el circo. Empecé a practicar a los ocho y medio, y a los nueve ya estaba haciendo el número ante la gente", nos comenta el joven acróbata, con una naturalidad y serenidad sorprendente para un niño de su edad. Pero Jesús tiene claro que es parte del espectáculo, y aprendió a manejarse en público desde muy chico, como la mayoría de su familia.

Generalmente, en los circos familiares como el Rumano se repite una fórmula sencilla: los grandes les enseñan a los chicos. Así, a Jesús le enseñó su papá y su cuñado los ejercicios de trapecio, pero nada sería posible sin su interés. "Yo miraba a los demás y jugaba a hacer los trucos. Practicaba en un árbol los ejercicios del trapecio. Una vez me caí del árbol porque se me cortó la rama", los ojos pícaros de Jesús se encienden con los recuerdos, siempre ligados al circo. Pero no todo es mágico para esta gran familia. El trabajo que lleva montar varias funciones por fin de semana es arduo.

Cada uno de los integrantes tiene no sólo que actuar y hacer reír, sino que además deben ayudar en otras tareas.

Así, quienes acomodaban a los espectadores en sus asientos resultaron ser Tiffany y Glenda, las encargadas de los trucos de magia, mientras Patricia vende pochoclos apurada porque sabe que dentro de poco su número de danza en el trapecio va a comenzar. Todos trabajan a la par, todos luchan por un objetivo común: que el show continúe...


(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada N°19)

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Autor

Diego Lanese, Ignacio Portela