De noche, cuando todo se apaga y las calles son un páramo de quietud, hay un ruido. Tenue, mínimo, casi imperceptible, pero se deja oír. No es el ladrido de un perro solitario, ni tampoco el viento agitando los árboles. No es un disparo furtivo a la distancia, ni el murmullo creciente de la lluvia. Algo cruje por debajo en la noche. Podrán decir que es un absurdo, que no hay prueba alguna, que no hay registro documental que confirme semejante percepción, pero cruje. Se desgrana, incluso. Se despedaza y deshilacha. Cede, y se cae de a pedazos. Nosotras no tenemos dudas: es el patriarcado el que se agrieta y crepita, como la hojarasca.
De noche, cuando todo se apaga y las calles son un páramo de quietud, hay un ruido. Tenue, mínimo, casi imperceptible, pero se deja oír. No es el ladrido de un perro solitario, ni tampoco el viento agitando los árboles. No es un disparo furtivo a la distancia, ni el murmullo creciente de la lluvia. Algo cruje por debajo en la noche. Podrán decir que es un absurdo, que no hay prueba alguna, que no hay registro documental que confirme semejante percepción, pero cruje. Se desgrana, incluso. Se despedaza y deshilacha. Cede, y se cae de a pedazos. Nosotras no tenemos dudas: es el patriarcado el que se agrieta y crepita, como la hojarasca. Pero claro, no se trata de un fenómeno natural ni de una reacción provocada por sismos volcánicos en la lejanía. El patriarcado cruje porque nosotras lo resquebrajamos. Primero fue el silencio, el más insoportable silencio, heredado por varias generaciones como único legado de mujeres sumisas, dispuestas a aceptar lo establecido, los prejuicios, las desigualdades más aberrantes, los abusos más perversos. Pues bien, ese silencio ya no existe. Ahora tenemos voz, no somos amigas de la resignación si no de la bronca, de la rabia, de la más sana y entrañable rebeldía que nos quema las tripas y nos empuja el grito hasta el cuello, hasta la roja garganta, hasta las palabras que nos permiten contar. Ahora tenemos fuerza, no somos almas sueltas en la calle del abismo, sino cientos de miles caminando con otras iguales a nosotras, y tan diferentes. Nos une el dolor, la tristeza, la angustia, claro... pero también esa alegría de cruzar el mismo camino, al mismo tiempo. El camino de pisar la calle y gritar. El camino de dejar atrás el escepticismo y salir a buscar lo que nos corresponde, lo que nos arrebataron, lo que nos hicieron creer que nunca sería nuestro por fatalidad histórica o natural. Después, ya no fuimos cientos de miles mirándonos a los ojos, reconociendo nuestras cicatrices, abrazando a las más lastimadas, empujando con una sonrisa a las que se van sumando.
No, no somos miles, somos una. Una mujer, una voz, un puño, una creatividad, un pensamiento, un huracán, una tormenta, una revolución.
Ya no hay manera de volver atrás. El patriarcado sintió el golpe, por supuesto, y replica con su dosis de siempre: violencia, cosificación, machismo, desigualdad, mitología religiosa. Pero no hay manera. Ya no. De noche, cuando los golpeadores duermen, cuando los vigilantes del credo y del cuerpo ajeno descansan, el patriarcado se despedaza. Cada mujer que grita su verdad, que busca una compañera para transitar su camino rumbo a la multitud, que se abraza y se hace puño con todas, es una grieta más en el descascarado muro del patriarcado. Cada mujer que escribe, que canta, que baila, que ríe, que besa, que se enamora, que toma decisiones, que rompe un prejuicio o salta un estereotipo, cada mujer que transforma su entorno, que discute en la mesa familiar, que incomoda a sus amigos con sus verdades, que siembra la semilla de la duda rebelde en las conversaciones ajenas, que subvierte el orden natural del presente, es una patada al corazón gris del patriarcado. Cada doña que se rebela contra el violento, cada joven que se despierta y lame sus heridas después de un abuso, cada veterana que toma conciencia de las consignas del feminismo, cada mujer que se asume como parte de una historia de oprimidas, de explotadas, de ninguneadas y marginadas, deja su marca en el lamento nocturno de un patriarcado que no para de crujir.
Claro que falta mucho. Por esa razón, necesitamos formarnos y armarnos, necesitamos sumar corazones y voluntades, escuchar y decir, pensar y hacer, caminar y romper, para después construir sobre la ruina de lo anquilosado, de lo arcaico. Pero no estamos solas. Nos acompaña, camina con nosotras, la mano de todas las que faltan. Esto que cruje, esto que estamos destruyendo todas, cada día un poco más, necesita un golpe definitivo. Esa es la tarea. Manos a la obra, entonces.
El colectivo de Revista Sudestada esta integrado por Ignacio Portela, Hugo Montero, Walter Marini, Leandro Albani, Martín Latorraca, Pablo Fernández y Repo Bandini.
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