Desde un tiempo a esta parte, la voz narrativa de Gabriela Cabezón Cámara irrumpió en el mapa criollo por la originalidad de su perspectiva y por la potencia de sus personajes. Con su nueva novela, Las aventuras de la China Iron, se propone una singular relectura de un clásico como el Martín Fierro, pero esta vez desde la perspectiva de la mujer del protagonista de la obra de José Hernández. De marcas literarias y prejuicios sociales, de cánones machistas a discusiones actuales, siempre es un buen momento para leer a Gabriela.
Con el siempre distinguido estilo que arrincona todo tipo de diplomacia en las letras, la escritora y periodista Gabriela Cabezón Cámara arremete de nuevo con un libro que desoye las coordenadas históricas y hace hablar a la mujer de Martín Fierro. Como lo viene haciendo con sus anteriores trabajos, les quita el bozal a personajes en los que nadie suele fijarse y saca textos de una maduración reflexiva que no pasan desapercibidos. Si antes fueron La virgen Cabeza, Le viste la cara a Dios, Romance de una negra rubia o Beya, sus alfiles para empezar a ganarse el lugar de autor imprescindible dentro de la literatura argentina, ahora lo termina de sellar con Las aventuras de la China Iron, publicado por Random House.
Cabezón Cámara posee una prosa candente y un estilo muy personal con el que sabe narrar la tragedia, el dolor y el odio. Y es a partir de ahí, que cuenta a sus protagonistas –entre otros, mujeres trans fanáticas de la religión que hablan con vírgenes o a víctimas de la trata y la explotación sexual– combinando distintas aristas de la cultura popular. Y lo que se pronuncia es un fantástico mundo queer, que se aparta de las tipificaciones normativas opresivas de la sexualidad.
–En tu último trabajo, Las aventuras de la China Iron, están las coordenadas de una especie de revuelta histórica generada por quien fuera la mujer de Martín Fierro. Tras años de silencio, levanta la voz para demostrar la avanzada de una vida que existe y es autónoma…
–A la China le va mucho mejor que a Martín Fierro. Es otra lectura de Martín Fierro y se delira mucho. Se abre del libro original y trata de pensar la literatura desde un proceso de inversión: ahí donde hay un hombre quebrado, hay una mujer feliz y, al final, Fierro también es feliz. Donde había sometimiento, opresión y consolidación de un modelo de país latifundista y extractivista, que es el que todavía padecemos, hay una novela con otra idea. Y empieza como si fuera la relectura de un cronista. Un cronista podía llegar a decir de un chimango: "águila de la selva negra alemana, pero más chiquita". Acá es al revés, un águila es como un chimango pero más grande. Como un chimango con el pico más filoso o más feo. La base es la llanura pero se traduce al revés. La China aprende el mundo como lo que es: una nativa de La Pampa.
–Y la idea de Las aventuras… ¿ya la tenías orquestada desde tiempo atrás o nació como una urgencia?
–Fue medio como un juego. Estaba leyendo gauchesca porque me habían invitado a la Universidad de California y tenía que dar un taller de algo y no sabía de qué. Pensé narrativa en verso y, como soy argentina, narrativa en verso es gauchesca. Leí cualquier cantidad y ahí se me ocurrió este juego de escribir la novela. No fui tan consciente de estar reversionando un clásico. O sí, pero nunca pensé que tuviera tanto peso hacer eso. Es un libro que va leyendo una tradición de la literatura argentina desde José Hernández hasta Martín Kohan, por decirlo de alguna manera.
–Dado que el dicho popular dice que la historia siempre la escriben los que ganan, ¿esto sería una especie de ajusticiamiento histórico desde la ficción?
–Lo escribí en momentos biográficamente muy duros para mí y coincidieron con la consolidación de este nuevo ciclo político económico, pero fue muy feliz poder escribirlo. Cuando lo terminé, finalicé con esta visión de los indios mucho más copada y cercana a la de Lucio V. Mansilla que a la de José Hernández. Muy delirada siempre, porque nada de esto es realismo. Sobre todo en este proceso de creación política y mediática del indio como terrorista, porque le quedan diez metros cuadrados de tierra que estos hijos de puta quieren para cultivar soja. Me gustó construir una ficción que contrariara eso de una manera poderosa.
–Para pensar a la mujer como protagonista fuerte, con peso y densidad propia, en géneros con una fuerte impronta masculina y machista (como el policial o el gauchesco), ¿qué lugares comunes o estereotipos exige romper o dejar atrás?
–Tenés que dejar atrás la mirada común de que sólo se puede contar la medida de pija de los varones. Pienso en el policial, por ejemplo. El detective y el criminal, la mina que está buenísima y que se la disputan entre ellos. Y en gauchesca casi no hay minas. Pero me parece que no hace falta pensar tanto. Creás un personaje de mujer y desplegás esa subjetividad ficticia y la dejás ser y crecer como a cualquier personaje. En este caso, no me requiere un esfuerzo particular porque justo soy una mujer y tengo una vida propia y hago relativamente lo que quiero. Me muevo dentro del paradigma de lo que deseo aunque no obtenga exactamente lo que deseo ni cuando lo deseo, pero tengo ese horizonte.
–¿Te parece que tendría que existir una relectura (o reescritura) de la literatura argentina desde una óptica propia de las mujeres?
–Sí, ¿por qué no? De hecho debería existir en la academia. La gente como Nora Domínguez y su departamento me parece que hace eso. De todas maneras, antes que nada, lo que habría que hacer es una relectura de las autoras mujeres. Hay un montón y el canon es esta forma de asociación muy propia de los varones de medírsela entre ellos y después chuparse la pija entre ellos y después medírsela otra vez. En un momento histórico no se podía evitar porque así era el mundo, ahora ya no es así. Por eso no sé qué sería un canon hoy y quién estaría o quién no. Me importa tres carajos. Lo único que sé, o tengo la fuerte impresión de eso, es que habría mujeres...
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