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de amores y odios

Las pasiones de Frida Kahlo

Es febrero de 1925. Frida yace sobre una cama. Inmóvil. El corsé de yeso le permite apenas que el aire entre y salga de sus pulmones. Mira el espejo, Frida. Su madre decidió regalarle esa visión

Es febrero de 1925. Frida yace sobre una cama. Inmóvil. El corsé de yeso le permite apenas que el aire entre y salga de sus pulmones. Mira el espejo, Frida. Su madre decidió regalarle esa visión: sobre su cama mandó construir un espejo para que pudiera mirarse, para que no estuviera sola.Y Frida está más sola que nunca. Quieta observa su rostro, lo único que no está tapado por la manta y por el yeso. Frida se enfrenta a sí misma más desnuda que nunca. Mira a esa otra y le pregunta: ¿Qué es el dolor? ¿Hay una génesis del dolor? ¿Es esto que me pasa ahora o nace en otros y se agolpa en aquellos que podemos soportarlo y trascenderlo? ¿Es de mis huesos rotos o corre por mis venas y es el dolor de los indios mexicanos aplastados en las conquistas? ¿Es de mis fracturas o viene impreso en el óvulo de mi madre y el suicidio temprano de su novio frente a sus ojos; o en el espermatozoide de mi padre, su viudez prematura? ¿Es de la pata de palo que me dio la meningitis, de los ojos de mi padre dados vuelta ante un ataque de epilepsia que sabía contener desde niña, o son esos soldados combatiendo por la revolución mexicana que caían en la puerta de mi casa o a los que curaba mi madre? ¿Viene de mi columna rota en mil pedazos o son las espaldas de los campesinos que trabajan doblados al rayo del sol del sur de mi país, o es acaso el silencio de las mujeres ninguneadas por maridos y sociedades?

Con naturalidad, Frida tomó una decisión como las que tomaría el resto de su vida: trascender al dolor, traspasar los límites, apropiarse del impulso que venía de sus vísceras y de sus venas; de su pasado y de su espíritu. Si debía convivir con ese rostro, con ese espejo como única compañía, sería su modelo e inspiración: lo transformaría en arte, en un rostro sombrío, en un cuerpo que iba a empezar a completarse en el lienzo.

La hija de la revolución

Magdalena Carmen Frida Kahlo Calderón nació un 6 de julio de 1907, pero decía que había llegado en 1910 para que coincidiera con el inicio de la revolución mexicana. Esa que duró diez años; una guerra furiosa que costó más de un millón de muertos, derrocó al régimen de Porfirio Díaz y produjo la reforma agraria más importante del continente. El alzamiento que recorrió todo el país y tuvo a sus campesinos como los actores principales, los postergados por más de 400 años de invasiones y saqueos, los que no se habían mirado en el espejo de un México que se regodeaba en el progreso y en los símbolos europeos. Esa revolución atravesada desde el sur, a caballo y con Emiliano Zapata, hasta el norte con Pancho Villa. Hombres de tierra adentro, portadores de los anhelos y las necesidades del pueblo mexicano. Frida nace, entonces, con la revolución estallando en su sangre, con los rebeldes entrando a la plaza del Zócalo por primera vez, con un país descubriendo su propia identidad, no sólo en la política sino también en la música, plástica, las artes; todo en México es futuro por construir mirando el pasado que le negaron por siglos.

En una casa sencilla del pueblo de Coyoacán transcurrió su infancia, hija de una madre con sangre india en sus venas, que se casó porque debía hacerlo, a pesar de que el amor se había ido con el novio suicidado; y de un padre con raíces alemanas y húngaras, que había llegado a México a los 19 años en búsqueda de nuevos horizontes.

De su padre tomó algo del arte del daguerrotipo que aplicaba en su trabajo como fotógrafo, el amor por la música de las melodías que tocaba al piano, los permisos y las posibilidades que sólo tenían los hombres. De su madre prefería no tomar nada; su extrema dureza le generaba una distancia inexpugnable, al igual que su gesto adusto, aunque no pudo evitar que se filtraran su moral severa y su profunda religiosidad –aunque transformadas – en Frida. Pero veía el dolor en su madre y había decidido que, a ella, el dolor no iba a endurecerla nunca.

Apenas once meses después de Frida, nació su hermana menor. La llegada de Cristina aumentó la distancia con su madre, con quien nunca generó un vínculo cercano.

A Frida le ronda el desamor. Se pregunta y pinta Mi nana y yo en 1937:

–¿Cómo pinto lo que no digo?, ¿cómo fue mi infancia sin el calor de mi madre?, ¿qué sentirá esa ama de leche al alimentar un niño ajeno, mientras el suyo tal vez pase hambre? ¿Hay, por el solo acto de amantar, la necesidad de transmitir amor? ¿Por qué debería mirarme amorosamente a los ojos si alimentarme es tan sólo un trabajo? Ama de leche india distante bebo la miel de tus pechos turgentes que rebosan de vida.

Frida la había nombrado su padre, significaba Paz; que no era en ella espera ni quietud; era, más bien, la paciencia de los que crecen recortados por el dolor, de los que son diferentes en una sociedad que los señala. Una poliomielitis mal curada a los ocho años le había dejado la deformidad del pie izquierdo y una renguera que la acompañaría toda la vida. Y se defendía de la crueldad de los niños con una violencia feroz que asombraba a la propia familia.

Pero el ingreso a la Escuela Nacional Preparatoria, en el secundario, le brindó nuevas miradas, sobre el mundo y sobre sí misma. La ciudad de México y su centro se le abrían tentadores. Ya no importaba allí su pata flaca y deforme si Frida era vista desde la sensualidad y firmeza de su porte y su atrevimiento, su inteligencia aguda y su humor ácido. Esa niña que se vestía de hombre para sacarse una foto familiar y escandalizar a su madre, mezclada entre hermanas y primas de polleras livianas bajo la rodilla, era una de las 35 mujeres entre los 2.000 alumnos que consiguieron entrar a la escuela de renombre.

Allí, el grupo Los Cachuchas tomaba forma de la mano de un puñado de amigos interesados en devorarse todo material de lectura que anduviese dando vueltas: filosofía, literatura, arte; jóvenes inquietos que se entrelazaban en discusiones feroces y perpetuaban una serie de atentados caseros más destinados a romper la monotonía cotidiana del colegio que con fines políticos determinados. Unos sinvergüenzas que rompían las convenciones y se pretendían espíritus libres.


La nota completa en el especial de colección Nº 12 de Sudestada

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Nadia Fink
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Nadia Fink