"Esto es efímero/ ahora efímero/ como corre el tiempo", cantaba el Indio arriba, entonces, y ahora. Abajo, la tribu deliraba. A los gritos, entreverados en un bardo único, miles de almas se encienden hasta incendiarse. Una crónica que revisa la historia abajo del escenario, esa de tantos anónimos que asisten puntuales a la misa ricotera, fieles que van cambiando y dejan la piel en cada canción. Aunque los años pasen, y las cosas hayan cambiado un poco.
1."Vamos a ver qué hacemos", dijo, cómplice, cuando ya habíamos descolgado la bandera. Fueron unos breves segundos de un estadio mudo, apenas si se oían leves cuchicheos, y escalaron, dulces, los acordes del ángel de la soledad. Los minutos siguientes fueron una de las cosas más bellas que me pasaron en la vida. Casi por inercia, Marcos y yo oficiamos de acróbatas en una suerte de baranda que había en lo más alto de la platea, y entonces la postal, el momento que uno hubiera sujetado eternamente: aquel, nuestro espacio, nuestro reino, exultante en nuestras retinas, y con la música que nos completaba el alma.
Pensándolo mucho tiempo después, pareció como si el fin de Los Redondos hubiese sido montado previamente, pues en la atmósfera de aquel encuentro rondaba un mensaje. Ese cierre, recargado de emociones, no cuajaba como una coincidencia: no fue una casualidad que no le soltaran la correa a esa canción, que tanto nos relaciona, y que sobre el filo, cuando ya habíamos guardado nuestros colmillos, hayan vuelto al escenario para regalárnosla. Quizá sí, quizá haya sido obra del azar pero, de alguna manera, el instinto de Patricio Rey dijo presente ese anochecer, a la hora de improvisar el final perfecto.
Mil cuadras caminamos desde el estadio a la terminal. Éramos jóvenes, pero estábamos acabados. La ciudad de Córdoba había sido testigo ocasional de ésta, nuestra última misa, en agosto de 2001. Nosotros dos recién terminábamos el secundario, y estábamos donde nos correspondía. Esa tarde, apenas bajamos al campo del Chateau, hicimos el mecánico ejercicio de recorrer con la mirada las distintas banderas, y vimos una que a mí, particularmente, me pareció de lo mejor: "Qué milagroso día el de hoy", rezaba, anónima, aludiendo a una canción de Luzbelito. Nosotros, felices, izábamos la nuestra por primera vez. El verano último la habíamos pintado en la terraza de Marcos; fue cosa de unos diez días. Nos recuerdo como si hubieran pasado algunas horas, en el Sarmiento, yendo a comprar el lienzo a Once. Es un trapo grande que aún llevamos a los recitales del Indio. Elegimos la tipografía de Sumo para estampar una frase pesada: "Sometidos a tu voluntad".
Era, esa frase, un genuino reflejo de nuestros corazones, y era por ende inapelable. Sólo el tiempo me enemistaría un poco con ella porque, bueno, nadie debiera vernos de rodillas. La lucha por no claudicar fue una constante de la filosofía ricotera, sobre todo en esos noventa de la abulia y la delgadez. Nuestra bandera es un ejemplo de esa paradoja que nunca pudimos sortear: más nos empujaban a hacer nuestro camino, más nos aferrábamos a ese mensaje, como temerosos. Como si apreciar su arte no nos bastara, y tuviésemos que emborracharnos con esa agua bendita. Lo que pasa es que muchos de nosotros estábamos, tal vez, rendidos ante todo, y ellos nos charlaban. El Indio, a través de sus letras, parecía prestarnos atención. Renovábamos, una y mil veces, el vínculo de sometimiento con el ángel de nuestras soledades. Guardo un enorme cariño a nuestra bandera, ese símbolo inmortal de mi juventud. Acaso, para que el mensaje emancipador se hiciera carne en nosotros, la historia debía terminar. Ellos debían soltarnos la mano y sólo entonces volaríamos. Tal vez ya no quedaba otra.
La nota completa en la edición especial #8 - Marzo 2013
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