Uno de los rituales imprescindibles de nuestra adolescencia -e incluso adultez-: los recitales de Los Redondos, esas misas paganas donde la pasión se mezclaba con la incertidumbre de los quilombos con la policía. Donde, una vez adentro, la mística alejaba por unas horas cualquier atisbo de racionalización. Un cronista lo vivió, y lo cuenta desde adentro y en primera persona.
¿Podía una banda de rock ocupar en esos miles de pibes y no tanto, el lugar que otros aspectos de la vida social no lo hacían? ¿Eran cada uno de sus presentaciones en vivo una manifestación popular sin precedentes en estas tierras, todavía más potentes y multitudinarias que las que generaba el fútbol o la política? ¿Qué veían esos miles de pibes que recorrían el país para ver a su banda y, en especial, a su cantante y líder? Si sus composiciones y líricas rozaban, para muchos lo incomprensible, ¿qué los movilizaba? ¿Existía una contradicción entre el origen, en su mayoría humilde o marginal, de esas cantidades de almas con el buen vivir de su líder?
Las respuestas a estas y otras tantas preguntas que siempre surgen cuando se intenta entender el fenómeno popular que fueron Los Redondos y el que es hoy la carrera solista del Indio Solari, nunca llegan. O siempre se hacen desde un escritorio, alejado de ese fenómeno que moviliza desde hace más de 20 años a miles jóvenes en todo el país. Y desde este espacio, nos parece más sincero describirlo y -en todo caso- disfrutarlo que ponerse a analizar una expresión de masas con criterios académicos. Y qué mejor manera de espiar este fenómeno popular que meterse en algunas de sus presentaciones en vivo. En esos recitales que los pibes llaman misa -pagana claro-, pero misa al fin.
Centro Municipal de Exposiciones. Octubre de 1992
Con apenas 16 años, este redactor logró escapar de los ruegos de sus padres y ser parte de un recital de Los Redondos. Creo que era la primera vez que salía al centro, a la Capital, sin mis viejos. Junto con mi hermano y dos amigos emprendimos el viaje desde Ituzaingó hasta la Facultad de Derecho con la esperanza de ver en vivo a nuestra banda favorita. Era raro poder observar tanta efervescencia ya desde que subimos al tren y nos bajamos en Once. Al recordarlo hoy con los ojos de aquel pibe, me parece que todo el recorrido estaba empapelado de banderas, como una escenografía que avanzaba con nosotros, desde arriba del tren hasta el colectivo. Llegar al centro y ver ese contraste entre los edificios paquetes de la zona y las bandas que viajaban en su mayoría del conurbano, era también una especie de venganza popular, de coparles su lugar.
No sé si fue la inconsciencia de la edad, pero al entrar logramos ir hasta muy cerca del escenario a esperar que "Salga el Indio y todo el año es carnaval". Habíamos llegado como una hora antes y ya el lugar estaba repleto. Realmente parecía demasiado chico para la cantidad de pibes que había afuera. La cosa se llenó: tras nueve meses de ausencia, Los Redondos tocaron ante 15 mil personas y adelantaron algunos temas inéditos de lo que sería luego su próximo disco. El que venían presentando era La mosca y la sopa, con el que había ocurrido algo extraño: Había salido a la venta en casete primero y luego -con la impronta del CD- lo volvieron a editar con un temazo que el casete no traía: "Tarea fina". Para muchos que sólo teníamos el casete, escuchar esa canción en vivo resultó algo inolvidable. (Después de tantas mudanzas, ¿dónde habrán quedado esos casetes?). Más allá de algún bajón de presión por tanto pogo y emoción, el recital fue una verdadera fiesta. Un bautismo ricotero inolvidable.
La nota completa en la edición especial #8 - Marzo 2013
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