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Nota de tapa

Miguel Hernández, poeta en las trincheras

Un recorrido por versos, crónicas y combates de un escritor que defendió la poesía con más poesía, y también con su fusil de miliciano. A un siglo de su nacimiento, un acercamiento a su vida compleja y plena, que brinda argumentos para novelistas, dolores de cabeza para la crítica, y sobre todo, poemas: versos para enamorados, y también para combatientes.

Argumentos para novelistas

El poeta marcha al combate. No es, precisamente, un guerrero profesional. "Me dieron un fusil. Lo cogí como una extraña cosa y me lo eché al hombro". Entre lo mucho que desconoce, figura el lugar exacto a donde se dirige. Pero allí va, en cualquier caso hacia el frente de batalla, a bordo de un camión repleto de combatientes. Hay adentro más soldados que fusiles; hay más bríos que preparación para hacer la guerra. Él mismo se lamenta en silencio no conocer con precisión cómo se maneja el arma que lleva amarrada a la espalda, mientras ve además con vergüenza cómo otros soldados se burlan de alguien que está en su misma situación. Quienes lo acompañan son hombres toscos, tal vez de un origen similar al suyo, o quizás mucho más curtidos. Al poeta le cuesta disimular sus nervios. Cierta sensación de melancolía lo va ganando. "Mis compañeros cantaban y yo no podía con mi voz de tristeza. Me empujaban y me gritaban para que cantara con ellos. Uno me dio con una guitarra en el hombro". Parece no tener grietas ese frío que hiela las afueras de Madrid, mientras un camión atraviesa la madrugada ("...mis ojos se clavaban en los terrones quietos, y mi mirada descubría debajo de la escarcha blanca y azul, bultos de muertos blancos y azules"). El camión se detiene y los soldados bajan. Alguien ha dicho cierta vez que el alba disipa los monstruos. Miguel, que carga con incertidumbre su rústico fusil y avanza por un pueblo desierto donde se combatió hasta no hace mucho, siente que ese amanecer no se lleva ni el frío, ni tampoco el miedo. Los soldados, Miguel entre ellos, recorren el poblado y se cercioran de que está vacío. Ahora, más relajados, tal vez rebuscan en las casas algo que pueda ser útil para aprovisionarse rumbo al frente. "Cuando volví a la calle, no pude menos de reírme al ver a un compañero vestido de mujer capitalista, con un gramófono que daba vueltas en sus manos y a la espalda el fusil con un lirio en el cañón". Conforme avanzan los minutos, Miguel comparte sentires con sus camaradas y se permite algunas risas. Los ruidos del combate apenas se oyen de fondo, remotos todavía. Los soldados conversan y Miguel repasa junto a uno que lo ilustra, ahora más calmo, el manejo de su arma. De pronto se ven corridas en simultáneo con la voz de alerta del comandante del batallón. En cuestión de segundos, los hombres se diseminan, justo a tiempo para el sobrevuelo de los aviones ("...hubimos de dispersarnos por los barbechos"). Miguel ve de cerca, pasando por encima suyo, a la aviación enemiga; Miguel siente, a unos metros de él apenas, la lluvia de bombas que el fascismo arroja ("...las veía caer tendido, boca arriba, y el cuerpo me rebotaba en las explosiones"). El poeta tiene su bautismo de fuego. "Los trimotores negros se alejaron estruendosamente y nuestros ojos y nuestros insultos los siguieron por el aire hasta que desaparecieron. Al mismo tiempo nos quitábamos a manotazos la escarcha y la tierra que recogían nuestras ropas".

(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº90 - Julio 2010)

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Autor

Mariano Garrido