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Nota de tapa

La última canción de Víctor Jara

Cantor popular, compositor, director teatral, miembro del Comité Central de las Juventudes Comunistas. Víctor Jara fue uno y todos al mismo tiempo. Sus canciones, su compromiso, su sensibilidad, son hoy las razones de la vigencia de su música. Crónica de sus últimas horas, este artículo es también homenaje y búsqueda. Santiago de Chile, septiembre de 1973, fue el escenario. Una jauría sobre la Moneda, y un trovador con las horas contadas, sentado en las tribunas, rodeado de prisioneros y compañeros, escribe su canción final.

1. "Esta será seguramente la última oportunidad en que me dirija a ustedes... Ante los hechos, solo me cabe decir a los trabajadores: yo no voy a renunciar. Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo..." La voz llegaba sucia de interferencias y frituras. Por momentos, la voz se perdía, se hacía inaudible, se hacía zumbido infernal, envuelta en una lluvia de rumores agudos. No había forma de mejorar la sintonía de Radio Magallanes. No había manera, entonces, de mejorar la recepción de ese mensaje, el último, de esa voz. Las otras radios ya estaban en silencio hacía rato, o una música marcial uniformaba sus transmisiones. Quedaba Magallanes, esa voz, y un puñado de palabras que exigían un esfuerzo inusual de parte de los oyentes, del otro lado del parlante.

"Y les digo que tengo la certeza que la semilla que entregáramos a la conciencia digna de miles y miles de chilenos no puede ser segada definitivamente... No se detienen los procesos históricos ni con el crimen ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos..." La voz se iba apagando. Las palabras de despedida del presidente Salvador Allende perdían fuerza ya, y se dejaban ganar por los ruidos y frituras que intentaban obstruir la emisión. "En cualquier momento nos pueden interrumpir, pero seguiremos aquí hasta el final...", acotó el locutor de Magallanes, una vez finalizado el mensaje de Allende.

Sentados frente a la radio, Víctor y Joan se miraron un instante eterno, en silencio. Él renegaba todavía con el dial de Magallanes. Ella miraba la mañana gris que dibujaba el contorno de la ventana. El ruido del teléfono los desgarró de la escena y los hizo volver a la trágica realidad.

"Tengo que ir", le susurró él, de regreso de atender el llamado. Ella buscó las palabras justas, las más prudentes, las más oportunas, para persuadirlo de su decisión. Pero no las encontró, o Víctor no dejó que las encontrara. La miró, apenas, con sus ojos que hablan, y ella supo que él tenía que ir.

Para el mediodía de ese nublado lunes 11 de septiembre de 1973, Víctor Jara tenía previsto asistir y cantar en la inauguración del festival "Por la vida. Contra el fascismo", en la Universidad Técnica de Santiago. El afiche de difusión del evento, donde el presidente Allende anunciaría la realización de un plebiscito como último intento para frenar la embestida militar, mostraba a una joven amamantado a su bebé, y su sombra era un charco de sangre. El fascismo no era una amenaza en Chile en esos días. El fascismo era pura presencia, estaba en la calle, se olfateaba en cada esquina.

Víctor saludó sin ceremonias a Joan, como quien está seguro de un pronto regreso, y salió con su auto. Tuvo que hacer un amplio rodeo para llegar hasta el campus de la Universidad: el centro de Santiago ya estaba en manos de los chacales. Tanques y tropas en movimiento, disparos, miedo, los chacales iban preparando el terreno para asestar el golpe de gracia contra el gobierno de la Unidad Popular.

Pese a todo, Víctor llegó a la Universidad casi al mismo tiempo que una bandada de sombras siniestras surcaron el cielo gris. Iban en busca de su presa. Los chacales ya sobrevolaban la Moneda.

Víctor bajó del auto en el estacionamiento. Un momento antes, se había resignado a perder para siempre la sintonía de Magallanes. La radio, en su última exhalación de vida, había suspirado la voz grave y agitada de los Quilapayún, cantando: "Y ahora el pueblo/ que se alza en la lucha/ con voz de gigante/ gritando: ¡Adelante!/ ¡El pueblo unido/ jamás será vencido!..."


2. La historia cuenta que Víctor nació 41 años antes en Chillán y, a los cinco años, se instaló en Lonquén, un pueblito de las afueras de Santiago. Desde pibe, supo de las alegrías y desventuras del campesino, ya que trabajaba junto con toda su familia en una finca que alquilaban y que servía como único sustento. Entre el barro y los precarios juguetes, sus ojos registraron las desigualdades de un país partido a la mitad, que postergaba los sueños de miles de chicos como él. Años después, a raíz de una pelea familiar, su destino fue la capital. Viajó junto con su madre Amanda, una campesina que, cuando el trabajo le daba respiro, era cantora popular. Con la guitarra de Amanda, Víctor aprendió los primeros acordes.

Pero de manera inesperada, su madre enfermó y murió; Víctor quedó, con apenas quince años, sin otro amparo que el de los Morgado, una familia amiga que lo cobijó durante unos años, antes que ingresara a un seminario, alentado por un cura amigo. Dos años tardó en darse cuenta de que su camino no estaba bajo la sotana, y abandonó el seminario.

Su primer contacto con el arte fue a través del teatro, disciplina que lo apasionaba y que le posibilitó recorrer el mundo. Víctor quería que el teatro fuese una actividad de masas, no sólo de intelectuales y, para eso, estudió en la Escuela de Teatro de la Universidad de Chile. A los 27 años, tuvo su primera experiencia como director teatral y, desde allí, dueño una vocación incansable, integró obras teatrales, dirigió grupos musicales como Quilapayún y actuó como solista, con lo que logró una gigantesca popularidad en Chile, el resto de Latinoamérica y Europa en los sesenta y setenta. "El entusiasmo, el orden y la citroneta", explicaba Jara, con una modestia que lo caracterizaría en toda su carrera, a un periodista sobre cuáles eran los secretos de su éxito, las vueltas de la masividad.

Es, justamente, dentro del ámbito teatral donde Víctor descubrió a su gran amor, la bailarina Joan Turner, rubia y extranjera, que lo cautivó y acompañó hasta sus últimos momentos de libertad. Pero Víctor sabía que historias como la suya no sobraban, sabía que el futuro era un tedio presente para los de su clase, y con su guitarra se propuso ayudar para que cambiara todo. "He visto lo que el amor puede hacer, lo que la verdadera libertad puede hacer, lo que la fuerza y el poderío del hombre feliz pueden hacer. Por todo esto y porque anhelo la paz, es que la madera y las cuerdas de una guitarra me hacen falta para desahogar algo triste o algo alegre. Alguna estrofa que abra el corazón como una herida, o algún verso que quisiera nos diera vuelta de adentro hacia afuera para ver el mundo con ojos nuevos". No había vuelta atrás, su canto iba a ser faro para una generación que se propuso tomar las riendas del país y lo logró, al menos por esos años en que los chacales dieron algún respiro.


3. La cola de estudiantes ante el único teléfono público disponible en el campus daba una vuelta a la cafetería y doblaba hasta perderse por el patio. Resignados, esperaban todos, y todos hacían sentir su disgusto cuando el privilegiado que hacía su llamada se extendía en el tiempo más de lo necesario. Víctor estaba ahí también, a mitad de la fila, a la espera de su turno para llamar a Joan. Para limpiarla un poco de preocupaciones y para prometerle su pronto regreso. Las cosas seguían complicadas. La Moneda era un infierno de fuego y fierros retorcidos, la vida de Allende y de su gente era una incógnita. En las calles, los tanques hacían sentir su impune música, y los chacales desfilaban por los barrios dispuestos a cobrarse viejas deudas.

Al caer la tarde, unos 600 estudiantes y profesores habían quedado varados en la Universidad Técnica por el toque de queda y sin chances de poder abandonar el lugar sin recibir alguna descarga de ametralladora. Estaban rodeados. Estaban solos. Algunos lloraban, otros se preguntaban cómo todo había sido posible. Cada noticia que llegaba era peor que la anterior. La muerte de Allende era un murmullo que crecía en la cola del único teléfono disponible.

Víctor logró hablar con Joan, pero no logró quitarle los miedos con su voz tenue, afectada por una tranquilidad que contrastaba con el caos que se dejaba escuchar por las calles de Santiago.

"Debo quedarme aquí un tiempo. No te preocupes. Espera. Volveré sin falta. Te llamaré más tarde, ahora necesitan el teléfono. Chau, te quiero", le dijo.

La noche los encontró a todos amontonados en la cafetería de la Escuela de Artes y Oficios, escuchando la guitarra y la voz de Víctor. Afuera, explosiones, gritos y disparos. Adentro, "Te recuerdo, Amanda/ la calle mojada/ corriendo a la fábrica/ donde trabajaba Manuel/ La sonrisa ancha,/ la lluvia en el pelo,/ no importaba nada,/ ibas a encontrarte con él..."

Entonces llegaron ellos. Con las primeras luces de la mañana, los chacales irrumpieron en la universidad, rompiendo todo a su paso. Primero los disparos, después los soldados y su idioma de golpes y culatazos contra todos. Y todos en el suelo, cabeza abajo, y los chacales marchando con sus armas listas, hasta que llegó la orden: todos al Estadio Chile, situado a seis cuadras de la Universidad. En el Estadio Chile, como también en el Nacional, la dictadura concentraba a los prisioneros en aquellas primeras horas del golpe.

Antes de iniciar la marcha, Víctor intentó resguardar su anonimato como última esperanza: su destino estaría sellado si los chacales reparaban en su presencia entre los estudiantes. Por eso, se sacó de encima su documento de identidad y lo tiró en el estacionamiento. Así fueron avanzando, lentamente, las manos en la nuca, en fila y vigilados a punta de bayoneta, golpeados cada tanto con la culata de los fusiles; las cuadras que los separaban del estadio. Con la vista en el piso, Víctor intentó pasar inadvertido, perderse en la fila como uno más, sin cruzar miradas con ninguno de los chacales. Pero su imagen había ganado demasiada fuerza en los últimos años, y su voz se dejaba escuchar hasta en el silencio de la noche, como para que pudiera confundirse con el resto de los prisioneros. Y no hubo manera de evitar lo inevitable:

"Tú eres ese maldito cantante, ¿no? El cantor marxista. El cantor de pura mierda", lo denunció un suboficial, antes de comenzar a golpearlo y dejarlo en el suelo, derribado por la fiereza de los golpes. Víctor supo entonces que estaba perdido. "¡Yo te voy a enseñar a cantar canciones chilenas, no comunistas!", le dijo un oficial, anoticiado del tamaño de la presa que tenía entre manos. Lo separaron del resto de la fila a poco de entrar al estadio. Después, lo dejaron con Danilo Bartulin (médico personal de Allende) y Litré Quiroga (ex director de Prisiones del gobierno popular): eran los prisioneros "peligrosos", los "importantes", y recibirían un trato acorde a su condición durante toda la noche.

Para entrar al estadio había que cerrar los ojos: potentes reflectores cegaban la visual de los detenidos, que se iban acomodando en las tribunas, soportando golpes e insultos. Ametralladoras pesadas sobre trípodes apuntaban hacia las gradas, intimidando a los prisioneros, que crecían en número con el pasar de las horas. Desde el megáfono del estadio, una voz marcial recibía a los recién llegados: "Les habla el comandante a cargo de este recinto para decirles que ustedes están presos aquí porque son enemigos de la patria y no merecen ser llamados chilenos. Y ésta que tenemos aquí montada, es una ametralladora punto treinta. (…) Les pido por favor que me den un motivo para poder usarla, aunque sea uno pequeño que me justifique, porque ustedes, infrahumanos, no merecen seguir viviendo en Chile ni tampoco en ningún otro lugar del mundo".

La paradoja estallaba en el rostro golpeado de Víctor: era el mismo Estadio Chile que, cuatro años atrás, había sido el escenario de su consagración, después de obtener el primer premio en el Festival de la Nueva Canción Chilena, cuando interpretó "Plegaria de un labrador". Ahora el estadio se asemejaba a un horno infernal, repleto de prisioneros, iluminado cada rincón por los reflectores, controlado por chacales con la decisión de arrasar con todo...


La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº58 - mayo 2007

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Autor

Hugo Montero, Ignacio Portela