La radio hoy atraviesa una crisis que va desde la producción periodística hasta sus protagonistas, de las pocas ideas a los grandes negocios. Pese a este panorama desalentador hay quienes le ponen el cuerpo al micrófono. Con la consigna de hacer radio diferente: Eduardo Aliverti, Mauro Federico, Horacio Embón y Claudio Orellano hablaron con Sudestada para analizar el presente del medio: las voces, su historia, el rol de la censura y la independencia periodística.
Hace casi treinta años, a fines del oscuro 1976, comenzaba en la Argentina, en el Libro de Oro de Skorpio, la publicación de la segunda parte de El Eternauta, a cargo del mismo equipo creativo de la primera: los inmensos Héctor Germán Oesterheld y Francisco Solano López. Muy poco tiempo después, el guionista desaparecía secuestrado por la Dictadura y el dibujante partía al exilio para salvar la vida de su propio hijo. Y esa historieta, una lección artística -plagada de ambigüedades y contradicciones, de hondos matices- acerca de cómo pueden y deben encararse la aventura y la alegoría, sería a lo largo de los años dejada de lado y desmerecida por su contenido "montonero" y su "traición" a la historia original. Aquí, una aproximación desde el costado artístico y compositivo a esta historieta tan de su época, tan intemporal.
Ida y vuelta
En 2004, durante una fiebre más o menos extendida del renacer de la historieta argentina, el gran diario argentino publicó los veinte tomos de su Biblioteca de la Historieta e incluyó entre ellos las dos aventuras de Oesterheld y Solano. Ya antes, el mismo gran diario había dado a la imprenta, dentro de una colección de literatura argentina, el primer Eternauta, en un movimiento de reconocimiento a la historieta como arte grande y a esta historia en particular como texto canónico y necesario en una "serie" literaria que abarcaba toda la historia de nuestras letras. El Eternauta II llegaría, a su vez, precedido de un acertado aunque incompleto prólogo del filósofo novelista José Pablo Feinmann que buscaba, ahora, justificar la grandeza de esta obra ligándola ajustadamente al texto nacional por excelencia: el Martín Fierro. Al igual que otros grandes libros de la historia de la literatura (el Don Quijote de Cervantes, el Fausto de Goethe, la Alicia de Carroll), el poema de Hernández constaba de primera y segunda parte, por lo que convenía también al supremo trabajo de Oesterheld y Solano esa doble conformación, esa naturaleza episódica. Sólo que Feinmann se detenía para su análisis en El gaucho Martín Fierro ("La ida") al marcar las similitudes entre ambas piezas. ¿Cuál será, entonces, la secreta o abierta relación entre las "secuelas"?
Segundas partes
Difícil olvidar aquel poderoso comienzo, lleno de tópicos y de augurios, del retorno de Fierro, con el maravilloso desafío de "que voy en esta ocasión,/ si me ayuda la memoria,/ a mostrarles que a mi historia/ le faltaba lo mejor". Ahí está, prácticamente, todo. "La ida" terminaba de manera abierta aunque contundente, con la marcha de Cruz y Fierro a las tolderías en un acto de rebeldía y de ruptura supremo, pero luego "La vuelta" corregiría ese primer impulso y buscaría una concordia, algo "mejor" para contar al respecto. El Eternauta, en cambio, que había tenido un final redondo (circular) y, para casi todos, perfecto, volvía con una frase terrible, amarga, durísima, en el momento en que a Juan Salvo la memoria por fin empezaba a "ayudarlo": "También yo recuerdo ahora todo... Esto es peor... ¡¡¡Mucho peor!!!". Reescritura de algún modo paródica y subversiva, el Eternauta II inaugura (augura) lo peor de la historia (y de la Historia).
Inmediatamente después, Fierro hace referencia a su estadía entre los indios y dice que "vuelve del desierto". Y "desierto" es, precisamente, la palabra que usa Germán, el Oesterheld de la aventura y narrador del horror, para definir lo que rodea la casa de los Salvo, único resto de "civilización" en ese paisaje posatómico (la ausencia de caballos y vacas marca, por la negativa, la alusión al campo argentino como espacio simbólico de la aventura). Claro que, en este caso, ese desierto no estará poblado de salvajes indios, enemigos de la civilización y encarnación de la barbarie para Fierro, sino por los seres en apariencia primitivos a los que hay que salvar de la brutalidad de la poderosa "autoridá" corporizada en los Ellos, cuya cadena de obediencia debida forman Manos, Zarpos y Gurbos.
En las siguientes estrofas, Fierro explicita que su historia va dirigida tanto a pobres como a ricos y, anticipando que "mucho tiene que contar/ el que tuvo que sufrir", pide la confianza del auditorio, "pues debe crerse al testigo/ si no pagan por mentir". En el Eternauta II, la figura del testigo está representada por don Germán, que va contando las experiencias vividas junto a Juan Salvo desde la ausencia total de identificación con la "causa" del pueblo de las cuevas hasta su disposición final al sacrificio, tan cara a la ideología montonera, para transformarse al fin de mero testigo en protagonista, en agente. El propio Feinmann señala, en su libro La sangre derramada, cómo esa idea del sacrificio revolucionario es heredada por Montoneros en parte de la agrupación Tacuara, pero en parte también de la figura señera del Che, con la muerte como horizonte final de la guerrilla y del guerrillero. A partir de ahí se explica, también, el reemplazo parcial del héroe grupal de la primera entrega de la serie por el de un líder guevarista y visionario (imposible soslayar "esa boina calada al estilo del Che" que porta indefectiblemente don Germán y la capacidad adquirida por el Eternauta de ver lo que el resto no puede ver)...
La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº48
Por Juan Sasturain (*)
Héctor Oesterheld fue un notable contador de aventuras y, por sobre todas las cosas, un hombre bueno y sensible. En ese orden o en otro: un hombre bueno que manifestaba su sensibilidad contando aventuras, si se quiere. Un hombre sensible que contaba aventuras que no necesariamente "terminaban bien" pero que dejaban en claro que había razones suficientes para sentirse cerca de sus personajes buenos. Es decir: sus buenos no necesariamente ganaban. Otra manera más precisa de decirlo: Oesterheld era un hombre ético que además escribía. La vida no era para él una cuenta de resultados o una carrera por llegar antes o ser el mejor. No buscó ni la riqueza ni el poder. Quiso ser coherente, escribir y vivir de acuerdo y sin contradicción con lo que creía. Eso es muy valioso y cuesta caro. Y se gana respeto y admiración y memoria como ésta; pero se paga como en su caso, con la muerte violenta. Este hombre digno, bueno y coherente, que fue el mejor escritor de aventuras que dio este país, además de un ejemplo para muchos de nosotros, murió asesinado como un perro.
Aventurarse
Cuando Oesterheld escribía -desde los primeros cuentitos infantiles en La Prensa o la colección Bolsillitos a sus historietas militantes puras de los últimos meses de la clandestinidad- no imaginaba ni inventaba ni conjeturaba; Oesterheld aventuraba. Toda su vida fueron formas de aventurar. Aventurar es imaginar, suponer, proponer con riesgo: poner la convicción y el cuerpo detrás de la imaginación, de la invención. Es decir, hacerse cargo de lo que se crea (y se cree). Oesterheld fue un aventurador. Uno que concibió la vida como una aventura y la vivió hasta las últimas consecuencias.
Vale la pena recordar que para Oesterheld y su lectores deslumbrados y en muchos casos consecuentes -los que teníamos doce años, por ejemplo, cuando vimos a Juan Salvo golpearse el pecho como Tarzán bajo la nevada en la puerta de su casa- la aventura no es el pelotudeo -irresponsable o no- de vivir peligrosa o gratuitamente fuera de reglas o de fronteras conocidas, metiéndose en líos o cambiando de trenes, de minas, de camas o de causas sino otra cosa un poco más sutil: tener una aventura es encontrarse en una coyuntura en que está comprometido el sentido último de la vida personal y reconocerlo. Es decir: no es algo que simplemente le pase a alguien sino que es algo que alguien elige que le pase.
El disparador es lo que se llama una situación límite, en la que el hombre puesto a decidir opta o puede optar entre la verdad, el sentido, o la burocrática alternativa de quedarse en el molde. Y ése es el héroe de Oesterheld. El héroe no existe antes de que las cosas sucedan, no tiene un físico ni una aptitud ni una cualidad particular: es un hombre común al que las circunstancias ponen a prueba y, en su reacción, se revela para los demás y sobre todo para sí mismo como un héroe. Es el que está a la altura del desafío -miedo incluido, derrota incluida- y sigue ahí, se hace cargo de lo que cree, de lo que sueña, de sus convicciones y -sobre todo y como disparador- de sus sentimientos.
(*) Es guionista y escritor. Es coautor de la saga Perramus que ilustró Alberto Breccia y cuya última parte, "Diente por diente", aparece publicada por estos días por ediciones De la Flor.
La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº48
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