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En la calle

La noche boca arriba

"...cuántas veces me toca andar solo en los parajes, un poco decepcionado, hasta sentir poco a poco que la noche es también mi amante..." Julio Cortázar, El otro cielo Cada noche, en interminables cruces, miles de personas se ignoran una vez más. Es la hora donde la oscuridad pasa a primer plano, donde algunos personajes e historias necesitan ser descubiertos.

La sombra de la noche cae sobre la ciudad, que lentamente se va quedando quieta. Los ruidos se apagan, las luces se prenden. Hombres y mujeres apuran el paso, se empujan, se aprietan; todos con el cansancio en el cuerpo y en el alma, todos con un único anhelo: llegar a casa temprano. En poco tiempo, las calles se vacían. Pronto, demasiado pronto, Lomas, Banfield, o cualquiera de las ciudades del sur se convierten en una desierto urbano. Para algunos. Otros, menos afortunados, recién empiezan a caminar.


Entre sombras

Bajo el velo negro de esta noche, pequeñas historias salen a ganarse la vida, a conquistar públicos ausentes, a contarles al mundo que existen y merecen ser contadas, aunque no se vean a la luz del día. Apoyados en la barra del bar de la estación, tres puesteros toman cerveza. Fue un día duro al sol, sin baños, sin descanso. Ríen fuerte, despreocupados. Pegados al cordón, los carros cargados de cajones y verdura los esperan; ellos lo saben, pero todavía es temprano. La mayoría vive a más de 30 cuadras del centro de Lomas, cada viaje les pesa en los huesos. Quedan pocas horas de sueño, cuentas que no cierran, obligaciones que no los dejan descansar. A pesar de eso, la cerveza sigue la ronda, los partidos de truco se multiplican tanto como las risas. Es simplemente eso. Un instante que la noche regala a quienes lo sepan apreciar.

Frente a la boletería de la estación, la gente no se amontona. El pequeño acompañante del boletero no está ahí. Él, como todos los que dependen de un vuelto para comer, sabe antes que nadie porqué el hall está vacío: se encuentra suspendido el servicio eléctrico de trenes. Los colectivos se llevan a los afortunados que tienen un mango extra en sus bolsillos. Amontonados, colgados, como sea, hay que llegar. Otros, demasiados, emprenden su periplo silencioso. Hay pocas alternativas: muchos caminan a una estación que promete terminar el recorrido en un tren diesel, repleto de bronca y cansancio. Algunos caminarán hasta su barrio. Serán largas cuadras entre sombras, miedos, imágenes idénticas a las de un cuento de Ray Bradbury. En estos tiempos los barrios duermen temprano, las ventanas se cierran, las puertas se traban. En las plazas pocos se animan a prometerse amor eterno a la intemperie. La noche se quedó sin compañía, y entre sus sombras, manos hábiles se llevan un medidor de gas. Menos valioso que arriesgado, alguien le gana un día a la desesperación.


Las puertas del cielo

Las luces que funcionan se encienden entre carteles dormidos, que ya no encuentran miradas atentas. En la noche todo es más lento, más cuidado. En Laprida sólo quedan los restos de un agitado día urbano: basura acumulada, y el viento que lleva y trae a quienes en la noche viven de las sobras del día. Familias enteras revuelven los contenedores desesperados, mientras los pocos peatones, indiferentes, pasan con la mirada baja, como negando la escena. Las vidrieras lucen orgullosas el resplandor de sus productos ante ojos incrédulos. Los autos son cada vez menos, y en la puerta de la catedral, una pareja y su bebé cuentan las monedas recibidas. Sus caras llevan las marcas de la crisis, del hambre, del futuro perdido. Con frío o calor, incluso con lluvia, ellos deambulan por las calles de Lomas tratando de sobrevivir. Pero no todo está perdido. En sus brazos, el bebé sonríe. Los pies juegan con una botella de plástico vacía. No entiende de crisis, de bancos, de trabajo o miseria. Merece futuro.

En medio de la noche, se pueden encontrar las imágenes que nos definen como país. En la puerta del Banco de Balcarce, dos hombres se acurrucan entre los trapos que algún día fueron frazadas. Uno duerme ahí desde hace un tiempo largo, y para muchos no tiene nombre, edad o historia. Duerme en la calle con la tranquilidad del que no tiene nada que perder, ni siquiera algo material. Sólo escucha los pasos de la gente, que no lo ven. Alguien se para, manos en los bolsillos, un instante. Las miradas nunca se cruzan. Uno, el vagabundo, busca acomodar las cobijas. El otro, el transeúnte, se fija el precio del dólar.

En la noche hay códigos distintos; la gente se mueve de otra manera. Cualquier lugar techado es bueno para resguardarse. La municipalidad sirve -por primera vez- para cubrir la necesidad de algunas personas. Ya no queda gente en las esquinas, los negocios cierran temprano. Sin trenes, el único transporte gratis que pueden tomar, muchos pasarán la noche en las calles de Lomas. Vienen de todas partes, de Ezeiza, de Glew, de más lejos; vienen a donde el día es una vorágine que puede dejar sus restos para ellos. Están acostumbrados al frío, al calor. Charlan amigablemente con todos, cuentan sus historias, los hijos que dejaron en la casa, los trabajos que el país les arrebató, las mujeres que perdieron, las que ganaron. Ríen en la oscuridad de la plaza, en el hall de la estación, en la puerta de algún banco. Miran desde abajo, bien abajo, cada vez que algunas piernas pasan delante de ellos. Nunca ven las caras, que se escapan entre las sombras antes de ser reconocidas. ¿Miedo?, ¿vergüenza?, ¿culpa? Sentimientos y sensaciones que surgen cuando la noche es la reina de la ciudad, cuando los hombres se abandonan a los instintos reprimidos en el día. Si la luz de la luna es un momento único e inspirador para muchos poetas, para otros, desposeídos en muchos sentidos, es la compañera de interminables noches, de la lucha diaria por despertar mañana, para volver a dormir...


La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº13

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Autor

Diego Lanese, Ignacio Portela