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Antihéroes

Artaud, la agonía del creador

Un recorrido imaginario por las últimas horas del polémico y genial poeta francés, integrante primero y crítico después del movimiento surrealista. La angustia de uno de los teóricos del arte que marcaron la historia del siglo pasado.

"Hace mucho frío como cuando/ es Artaud el muerto quien sopla"


Un gris uniforme, matizado por el verdor natural de la humedad ocupando cada esquina, se aferraba a las paredes. Pero las prolongadas manchas se hacían difusas, imperfectas, cuando el humo de la sopa que trasladaba con prisa una de las enfermeras ascendía hacia los techos derruidos del asilo para alienados de Ivry-sur-Seine. Ese gris se hacía constante en el trayecto hacia la habitación, con el rostro húmedo por el humo de la sopa, de la enfermera caminando con prisa por los pasillos del asilo.

El señor no estaba en su cuarto, pero podía vérselo desde la ventana, sentado, inmóvil, afuera. Afuera el gris de las paredes parecía prolongarse en los colores de un nublado cielo de marzo en Ivry. Una tormenta se avecinaba, y las nubes cobraban ese color gris, verdoso, que parecía apenas una extensión de los laberínticos pasillos del asilo. Con la tempestad encendiéndose a sus espaldas, el señor aguardaba inmóvil, de brazos cruzados, sentado en un banco, afuera.

El viento cada vez más furioso hacía estragos en su breve cabellera, desbaratada por los cachetazos del temporal que amenazaba con volar toda la geografía francesa. El rostro del señor se confundía con los colores del cielo tempestuoso; otra vez ese gris, ese verdoso contorno marcando la humedad de los años, la vejez de las paredes, las sucias nubes de Ivry en ese rostro único.

La enfermera se acercó sin ruidos y dejó la sopa a un costado del señor, en el banco. Cruzado de brazos, gris y verde, húmedo, tempestuoso, drogado con cloral, el señor no se inmutó por la llegada de la sopa, pero alcanzó a percibir la fragancia de ese hilo de humo caminando hacia arriba. El viento desordenaba los pelos del viejo, y la tormenta crecía, crecía, a sus espaldas...

"La niñez es como la muerte, en ella un sonido o un grito son inmensos fantasmas", había afirmado alguna vez, respecto a esos lúgubres años de la infancia en los que lo atacó con furia una meningitis que le dejó como secuelas una tartamudez crónica y sus primeros problemas con los médicos. No fueron años fáciles para el pibe Antonin, derrumbado en un mundo de dolor y angustia, mezcla de enfermedad y pérdida, más aún luego de la muerte de su hermana menor, Germaine. El viejo Antonin intentaba recordar algunos rostros del tiempo, sentado en el banco, percibiendo apenas el filo del aroma de la sopa, sin suerte. Su mente apenas registraba la constante visita a institutos psiquiátricos, el adentro y el afuera, las ventanas sucias de La Rougiere, los páginas amarillas de los textos de Baudelaire, de Rimbaud, de Edgar Allan Poe, nada más.

"Yo quisiera hacer un libro que altere a los hombres, que sea como una puerta abierta que los lleve a un lugar al que nadie hubiera consentido en ir, una puerta simplemente ligada con la realidad", escribía un joven Artaud, mezclando sus aficiones de poeta con sus primeras ideas de un teatro revolucionario, un espectáculo total, cada vez menos parecido al cine y más cercano a la tela con la que se construyen los sueños.

¿Qué fue de aquel joven?, se preguntaba ahora el viejo Antonin, sentado entre el viento de la tormenta que crece y crece a sus espaldas, drogado de recuerdos, lejos de allí, lejos del asilo para alienados de Ivry. Aquel joven saltaba de cabeza en infernales discusiones con André Breton y con la banda de surrealistas que andaban por el mundo proclamando una revolución en el arte, en el hombre. "Estamos completamente decididos a hacer la Revolución", escribe como un aullido el ahora flamante director del Buró Central de Investigaciones Surrealistas: "Hemos unido la palabra Surrealismo a la palabra Revolución únicamente para mostrar el carácter desinteresado, desvinculado y hasta absolutamente desesperado de esta revolución. (...) Nosotros somos especialistas en rebelión. No hay un solo medio de acción que no sepamos emplear en caso de necesidad... El surrealismo no es una fórmula poética. Es un giro del espíritu que se vuelve sobre sí mismo y está resuelto a aplastar desesperadamente todas sus trabas. Y, llegado el caso, con verdaderos martillos".

El joven Artaud estalla en la fiebre de sus textos, en el enfrentamiento cuerpo a cuerpo contra la "institución del arte", en la factura de proyectos como el Teatro de la Crueldad, sin escenario y representando la imagen del movimiento total, el arte como un arma contra el público, las palabras como un recurso mínimo porque, después de todo, "no se trata de suprimir la palabra hablada, sino de dar aproximadamente a las palabras la importancia que tienen en los sueños". Pero el movimiento al que el joven Antonin se suma es un barco a la deriva, y el naufragio se acerca... Bretón se suma incondicionalmente a la estructura mecanicista comandada desde Moscú y transforma un vendaval de ideas en un tibio canal sin salida al mar.

El joven Antonin es expulsado por Bretón del movimiento que impulsó con toda su sangre por "desviacionismo literario", y el joven Antonin se ríe de aquella afrenta, entonces y siempre, se ríe. "Que la muralla espesa de lo oculto se hunda de una vez sobre todos esos impotentes charlatanes que consumen su vida en admoniciones y vanas amenazas, sobre esos revolucionarios que no revolucionan nada...", castiga Artaud con su sangre, castiga a esa "revolución de castrados" que camina, sin saberlo, hacia una encerrona, que sujeta todo aquello que pierde así de inmediato su valía, que naufraga irremediablemente en el océano de la historia...


(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada N°18)

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Autor

Hugo Montero