Entre tantas reuniones en la redacción apareció un texto que nos pareció interesante compartir con nuestros lectores. No resulta nada común presenciar en ámbitos oficiales un debate profundo en torno al impulso y desarrollo de una política cultural de Estado. Sin embargo, el discurso de asunción en enero pasado del músico y flamante ministro de Cultura brasileño, Gilberto Gil, representa toda una saludable novedad en este sentido. Es que, más allá de las críticas justas o injustas que pueda recibir la gestión en el gobierno de Lula en Brasil (y su política de alianzas en particular), es imposible soslayar el papel que ocupa la cultura en el proceso de cambio encabezado por un Partido de Trabajadores y, particularmente, por un obrero metalúrgico en la presidencia de un país.
"La cultura vista como todo aquello que en el uso de cualquier cosa se manifiesta más allá del mero valor de uso. Cultura como eso que en cada objeto que producimos trasciende lo meramente técnico. Cultura como usina de símbolos de un pueblo. Cultura como conjunto de signos de cada comunidad y toda una nación. Cultura como el sentido de nuestros actos, la suma de nuestros gestos, el sentido de nuestras maneras", explicó Gil en su asunción a través de un discurso tan inédito como valioso. Las palabras del ministro de Cultura son la excusa para discutir entonces cuál es el papel del Estado en un proceso de cambio político y social que se propone cierta profundidad (el tiempo dirá si se logra o no) en una sociedad como la brasileña, con problemas comunes con el resto de los países de América Latina.
En este sentido, conviene marcar puntos centrales: el impulso de un proyecto cultural democrático, justo, incluyente y creativo no puede en ningún caso mantenerse independiente de la construcción de un proceso similar en el ámbito político. Es decir, no puede haber cambio en la cultura de un país sin un cambio en la política. La hegemonía del sistema capitalista, pese a su crisis innegable y sus propias contradicciones, marca aún la conciencia de los pueblos sometidos en nuestro continente. Los proyectos de cualquier tipo que osan intentar una resistencia a ese marcado dominio imperialista reciben a cambio una embestida tan rápida como violenta. Pero algo ha comenzado a cambiar y no son pocos los ejemplos en nuestro continente.
Intentar generar las bases de un proyecto cultural de Estado justo e igualitario, es decir revolucionario, confronta indefectiblemente con un sistema cuya base de subsistencia es la explotación y la búsqueda del lucro. Un proyecto de Estado que utilice las herramientas a su alcance para buscar consolidar políticas solidarias e igualitarias, confronta tarde o temprano y se expone a brindar una batalla contra un enemigo poderoso, o bien cede a las presiones y se diluye en reformas superficiales que nada cambian.
"El Estado no hace cultura, el Estado crea las condiciones de acceso universal a los bienes simbólicos, las condiciones de creación y producción de bienes culturales, sean artefactos o mentefactos. Es porque el acceso a la cultura es un derecho básico de la ciudadanía, como el derecho a la educación, la salud, el medio ambiente saludable", explica Gilberto Gil. Asumir desde un lugar como el gobierno el deber de desarrollar un cambio profundo en la cultura y también en la política representa un desafío al que no nos tendría que agradar asistir como espectadores, sino como protagonistas y reproductores a cualquier escala de procesos y debates del mismo nivel como los que hoy se juegan en el país más grande del continente.
Desde nuestro espacio nos queda la seguridad de estar transitando un camino difícil pero, sin dudas, aquel que entendemos como parte de una transformación cultural en el país, con la voz de quienes luchan por un presente más digno y la de viejos amigos que nos reconfortan el alma desde vaya a saber qué lugares lejanos.
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