Un par de relatos de Jorge Luis Borges y de Hugo Pratt. Dos historias que se cruzan en Irlanda, dos héroes cuyo recuerdo es bandera para un pueblo, al menos hasta que el enigma se devela y todo se derrumba. Dos relatos donde la cobardía, el sacrificio y la valentía se entremezclan con los colores de la sangre derramada en Dublín.
¿Y qué sería de la historia, tal como la conocemos hoy, si se tratara apenas del capricho de un poeta? ¿Cuánto de todo lo que hemos aprendido y estudiado perdería de inmediato su valor si se esfumara para siempre la frontera entre la historia y la literatura? ¿Qué de todo aquello que nos ha formado como personas o como nación perdería todo sentido de comprobarse esa verdad: una historia cuyo único sentido fuera el estético, el artístico? ¿Y cuáles de nuestros héroes y de nuestros traidores se librarían para siempre de sus falsas ataduras para transformarse en simples instrumentos, en marionetas perdidas en infinitos laberintos, recorridos una y otra vez por generaciones enteras en cada página de los libros escolares; en las investigaciones más completas o en los mitos más sombríos de toda esta tierra?
La historia oficial como una gigantesca puesta en escena, como el mero simulacro generado según las conveniencias de turno de algún manipulador o de algún artista; en este elemento se encuentra la raíz del ensayo que Jorge Luis Borges tituló Tema del traidor y del héroe y que utilizó para desnudar la fragilidad de una historia presa fácil de aquellos que, en determinado momento, eligen dejar de hacerla y ponerse a escribirla. Borges sitúa el relato citado de forma difusa en "un país oprimido y tenaz", aunque limita luego la acción a la rebelde Irlanda de Oscar Wilde y de James Joyce. Asimismo, utiliza como guía en el relato a otro narrador contemporáneo, de nombre Ryan, bisnieto de uno de los mártires de la independencia irlandesa, Fergus Kilpatrick, "cuyo sepulcro fue misteriosamente violado, cuyo nombre ilustra los versos de Browning y de Hugo, cuya estatua preside un cerro gris entre ciénagas rojas", añade Borges.
El bisnieto del héroe, del gran conspirador, se aventura en la concepción de una completa biografía de su bisabuelo con motivo del centenario de su asesinato, ejecutado en circunstancias nada claras en 1824, en vísperas de la rebelión por la que tanto había batallado y que jamás pudo ver victoriosa. El enigma clásico, las piezas que no encajan, y la búsqueda; tres elementos básicos en los relatos policiales de Borges se suceden en la odisea de Ryan por una maraña de viejos documentos y confusos testimonios sobre el héroe irlandés.
Pero la información es extraña y contradictoria, incluye una serie de actos desmesurados, casi teatrales, de Kilpatrick antes de morir. Demasiado teatrales. Luego de sortear varios cabos sueltos, la investigación de Ryan da con la verdad: Kilpatrick no era el héroe glorificado durante casi cien años por sus compatriotas, sino un traidor. El peor de ellos.
Ryan descubre que uno de los compañeros de lucha de su bisabuelo, un tal James Nolan, fue quien lo descubrió y denunció ante el resto de los revolucionarios. Kilpatrick supo así que todo estaba perdido y aceptó la lógica condena a muerte; aunque antes Nolan ideó un extraño proyecto para los últimos días del traidor: Irlanda necesitaba a Kilpatrick como el héroe que fue en la fantasía de miles de rebeldes, y montó para ello una gigantesca farsa con el fin de convertir la muerte del traidor en la redención del héroe, en la salvación de su patria. Pero el tal Nolan utilizó para escribir su farsa la imaginación de un poeta enemigo, William Shakespeare, y robó sin titubear escenas de Macbeth, de Julio César. El plan resultó a la perfección. El traidor muere asesinado, pero es un héroe. La muerte de Kilpatrick hace estallar de ira a los rebeldes, quienes se disponen a vengar la memoria de su líder con más decisión que nunca.
La historia de la independencia irlandesa le depara entonces al traidor el lugar del héroe, pero Ryan se topa con la verdad mucho tiempo después, una verdad hábilmente ocultada por Nolan cien años antes "para que una persona, en el porvenir, diera con la verdad". Ryan lo hace pero duda, y finalmente se suma a la mentira de la historia y publica un libro agregando más hazañas del líder a las ya conocidas por todos los irlandeses. La verdad (¿qué verdad, entonces?) se pierde ahora entre los trucos del creador primero (Nolan), y la cobardía de su cómplice, casi un siglo más tarde (Ryan).
Irlanda otra vez
Sin pretender asumir aquí un afán detectivesco, muchos otros utilizaron la estructura del citado ensayo de Borges para dibujar con sus propios trazos una historia diferente. Hugo Pratt, el genial escritor y guionista de historietas, fue uno de los que tomó el relato borgiano como punto de partida y lo elevó con la maestría de su particular mirada aventurera. El relato de Pratt, titulado Concierto en do menor para arpa y nitroglicerina, integra la bellísima saga de episodios llamada Las célticas, protagonizada por el legendario Corto Maltés en las islas británicas. En esta aventura, el marinero hijo de una gitana andaluza de Gibraltar y de un militar inglés de La Valetta, recorre las calles de Dublín meses después de la sangrienta represión inglesa contra los rebeldes que protagonizaron la famosa revuelta de Pascua en 1916.
Allí mezcla sus pasos con los de unos amigos del Sinn Fein (Nosotros mismos, en gaélico), todavía heridos por la muerte de su líder y héroe nacional, Patt Finnucan, vendido y asesinado por un traidor irlandés colaboracionista de nombre O'Sulllivan. Otros muchos elementos matizan la historia, pero finalmente Corto Maltés confirma sus sospechas cuando observa la valerosa muerte del supuesto traidor O'Sullivan a manos de un oficial inglés, quien lo descubre como doble agente e informante al servicio de los rebeldes. "Siento tener una sola vida que dar a la revolución irlandesa" dice O'Sullivan antes de caer bajo el fuego de las balas. Corto escucha agazapado la verdad de la trama, conocida apenas por un par de republicanos irlandeses; y comprende que el verdadero traidor fue siempre Finnucan, seducido por el oro inglés, que la noticia de su traición habría sido un golpe mortal para los rebeldes y que por eso eligieron matarlo como a un héroe y dejar que O'Sullivan ocupara en la memoria histórica de su pueblo el lugar más despreciable, el de traidor, para poder así infiltrarse en las filas enemigas. Héroes y traidores, otra vez.
En las tierras de Merlín, de Morgana, de Oberón; allí donde el viento deja su rastro de melodía en el arpa de algún lugar del norte; allí donde la sangre de tantos valientes irlandeses se perdió en su largo camino por la libertad, Corto Maltés descubre (como Ryan primero) la verdad encubierta por la historia. El personaje de Pratt es en ese momento responsable de un pequeño pliegue del tiempo, de una historia con destino a escribirse de otras miles de formas: esa historia diría que Finnucan fue el gran mártir de la revolución, que O'Sullivan apenas alcanzó el papel de miserable colaborador de la corona británica.
Y el tiempo rubricaría con su firma aquella verdad necesaria, aquel teatro dispuesto por unos pocos rebeldes del Sinn Fein para beneficio de su lucha, de su pueblo, con el consentimiento del propio perjudicado, en este caso O'Sullivan. ¿Qué otro papel representó sino el propio Nolan, en el relato de Borges? Fue, sin dudas, el encargado de escribir esa historia, de montar un escenario gigantesco con su gente como espectador, con el traidor como heroico protagonista y con el recuerdo de los poetas como aliado. Pero las grietas de la historia siguen allí, a la espera de algún Ryan, de algún Corto Maltés, que descubra la verdad y la deje al desnudo, o se sume al engaño y siga su camino. Como si la historia impusiera un respeto mayor al de los muertos de sus páginas (que son, en definitiva, cómplices de la mentira). ¿En qué lugar de ese falso escenario se ubican los buscadores de la verdad? En uno muy incómodo, por cierto. Cabría preguntarse, de este modo, las razones que le impiden a Ryan difundir la verdadera cara de su bisabuelo, una vez develada.
Quizás el precio a pagar por exponer semejante revelación sería, en ese caso, demasiado alto. En su cuento Los pasos en las huellas, Julio Cortázar aborda una temática similar: un profesor universitario, intrigado por las sombras que recubren la vida del poeta Claudio Romero, se lanza a la búsqueda de datos que le permitan escribir una inédita biografía del artista, apenas reconocido por un selecto grupo de estudiosos. Ese cuidadoso estudio demora años, pero finalmente se transforma en el libro que catapulta a la fama y el reconocimiento a su autor.
Sin embargo (como siempre), algo no cierra. El profesor Jorge Fraga se dispone entonces a profundizar su pesquisa y descubre lo vulgar y miserable en la vida de Romero, el poeta que él mismo despertó de la ignorancia de las muchedumbres con su beneficiosa semblanza. Fraga, finalmente, decide enfrentar a los seguidores del poeta (que el mismo había creado, de alguna manera) con la verdad y se gana así el repudio y la decepción de todos aquellos que antes lo habían ponderado.
Fraga se hunde en las miserias de su objeto de estudio, pierde el respeto por acudir a la verdad y sufre el desprecio de los ilusos que se niegan a la realidad. Seguramente, algo de eso habrá barajado el propio Ryan antes de abandonar su revelación sobre Kilpatrick y someterse, otra vez, a aportar una nueva escena a la representación del drama escrito cien años antes por Nolan.
En el caso de Corto Maltés, su silencio se nos hace más comprensible: la figura de Finnucan no sólo era simbólica para los rebeldes de Irlanda; su nombre era el que los mantenía unidos en la lucha, el que impedía la división de los clanes luego de la matanza de Pascua. No había motivos para que Corto no se fuera con su sombra y su descubrimiento rumbo a otros destinos, dejando atrás la tragedia de un hombre que eligió el peor final para el más puro de los fines. (...)
(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada N°16)
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