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Una mirada sobre sus libros I

Memorias abiertas

En 1975 un pibe descubre las tapas de un libro en un tacho de basura. En una época en la que los libros empezaban a desaparecerse, a quemarse, a tratar de ser salvados por sus lectores. Tras años de prohibiciones, logra armar el rompecabezas y las tapas son un libro completo al fin. A ese, que sigue siendo un pibe, aquel libro le cambia la vida; le marca el camino de lo que hoy terminó siendo. Entonces el historiador, el pibe, lo cuenta en primera persona.

Los libros que reflejan la vida me apasionan desde chico. En 1975 cursaba el último año de secundaria. Había regresado a Buenos Aires después de siete años de vivir en Paraguay, en la selva a orillas del Paraná, más arriba de las Cataratas del Iguazú. Estábamos allí a raíz de un trabajo que mi padre había conseguido en un aserradero. Aquel año mi familia se había quedado en el monte y yo había vuelto para terminar la secundaria en la Argentina y poder ingresar en la Universidad sin las trabas burocráticas que padece un estudiante que proviene del extranjero. Ese mediodía de octubre, retornaba a casa después del colegio. Un calor húmedo aplastaba a los porteños. Como mojones hediondos, montañas de basura se apilaban en las esquinas a raíz de una huelga de recolectores. Con mis 17 años recién cumplidos aún no comprendía los alcances de la violencia que se cernía sobre el país. Ítalo Luder, que ejercía la presidencia provisional debido a una de las continuas licencias médicas de Isabelita Perón, había firmado una serie de decretos para crear un Consejo de Defensa integrado por los comandantes de las Fuerzas Armadas, presidido nominalmente por el ministro de Defensa. El Consejo tenía como finalidad "asesorar a la presidenta en las tareas para aniquilar a la subversión". El día anterior, 5 de octubre de 1975, Montoneros había atacado el Regimiento de Infantería 29 en Formosa con un saldo de 16 guerrilleros muertos que fueron exhibidos por televisión tirados en el pasto con los brazos abiertos, en una hilera macabra.

Buenos Aires me perturbaba, más aún al provenir de un pueblito enclavado en la selva, y para mis ojos buscadores las sorpresas estaban a la orden del día. En la esquina de Arcos y Mendoza una pila de basura me llamó la atención. De un costado de la montaña de desperdicios asomaban diarios, revistas, algunos discos rotos con las etiquetas arrancadas y tapas de libros chamuscados. Alguien, sin mucho éxito ni vocación, había tratado de quemarlos. Con una de las ramas removí el montículo y apareció casi intacta la tapa de Las Venas Abiertas de América Latina. Obedeciendo a esos impulsos inconscientes que uno jamás sabe de dónde emergen ni por qué, tome la cubierta y la sacudí. Aunque algo manchada, estaba completa con su correspondiente lomo y contratapa. Ese alguien la había desprendido con evidente delicadeza para no estropear el cuerpo del libro. Con imposible disimulo en el mediodía de Belgrano lleno de gente que pasaba a mi lado mirándome de reojo, la plegué y la guardé dentro del libro de historia. Pura casualidad. Caminé rápido las cuadras hasta la casa de mis abuelos donde paré aquel año. Después del almuerzo, en la completa soledad de mi habitación, extraje mi hallazgo. Era una edición de Siglo XXI. El comentario de su contratapa mencionaba un ensayo que historiaba el saqueo del Continente desde la Colonia hasta nuestros días.

Pensé bastante en ese alguien, en esa persona que había arrancado la tapa demostrando que deseaba conservar el texto. Con el tiempo supe que mucha gente en aquellos años fatídicos que ya se desplomaban sobre todos nosotros sustituía la tapa de libros comprometedores por otros inocuos, y que lo mismo se hacía con las cubiertas y etiquetas de los discos. De hecho cuando un compañero me prestó el long play de Piero con su tema "Que se vayan ellos", lo traje a casa dentro de la cubierta del Yo tengo fe de Palito Ortega, un verdadero salvoconducto.

A raíz de mis siete años de escolaridad paraguaya, había estudiado la injusta Guerra de la Triple Alianza desde el otro lado; y por ese motivo, siempre anhelé una Latinoamérica fuerte y unida frente al imperialismo, en particular el norteamericano, a quien por la guerra de Vietnam tenía en el peor de los conceptos. Por supuesto carecía de referencias concretas sobre Galeano, ni siquiera poseía una idea real del contenido, pero el título y el párrafo de la contratapa me sedujeron. Ese libro hablaba acerca de cómo el capitalismo desangraba al continente. Como suele ocurrirme en tantas ocasiones, me autoimpuse el objetivo de conseguirlo. Al día siguiente, después del colegio, en lugar de volver a casa para almorzar enfilé hacia las librerías del centro. Tomé un 60 en Cabildo y bajé erróneamente en Las Heras y Junín, en lugar de continuar en el colectivo y descender más adelante. Era lo que se dice un autentico "payuca". Traspirando, caminé la veintena de cuadras que me separaban de Corrientes. Un calor húmedo, todavía más pesado que el día anterior, presagio de tormentas, me acompañó en la búsqueda.

Desde Prometeo hasta la 9 de Julio fatigué sus librerías con la intención de comprar el libro de Eduardo Galeano. Pregunté en todas, e incluso revisé estantes de saldos. Sentía la bronca de mis pies planos hinchados dentro de los zapatos. Lo ignoraba, pero a esa altura las prohibiciones de facto o la autocensura de los propios libreros estaban a la orden del día, desapareciendo cientos de títulos de los estantes. Por ejemplo, aunque La Patagonia Rebelde ya estaba prohibida, faltaba apenas una semana para que su autor, Osvaldo Bayer, y todo el elenco de la película, se enteraran mediante los diarios del 12 de octubre de 1975 que estaban amenazados de muerte por la Triple A. Ya en la Dictadura, la policía secuestró un millón y medio de libros del Centro Editor de América Latina del heroico editor Boris Spivacow y los quemó en un baldío de Sarandí.
Ignoraba los alcances de la tempestad que ya se abatía sobre tantos, sólo quería comprar Las Venas... Recuerdo los ojos de un librero que ante mi pregunta por el texto de Galeano me observó como se mira a un imbécil, o tal vez con lástima, una aflicción infinita como si su mirada fuera la respuesta de Hemingway a su propia pregunta ¿Por quién doblan las campanas?: "Doblan por mí, por ti, por todos".

(La nota completa en la edición especial #7 - Enero 2013)

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Autor

Marcelo Valko