Buscar

Nota de tapa

MIR: La batalla de Chile

Los chacales rodean La Moneda. Es el 11 de septiembre de 1973. Cerca de la población La Legua, Miguel Enríquez y otros miristas intentan articular una respuesta ante el golpe militar. La trama del vínculo entre el MIR y Salvador Allende. Crónicas de un tiempo de ceniza y resistencia. Desde Santiago, opinan la ex dirigente mirista Lucía Sepúlveda y los investigadores Sebastián Leiva y Mario Amorós.

1. No está en su despacho. Tam­poco en el pasillo del segundo piso, donde el caos se respira en las sombras fugaces de los que pasan por allí. Unos juntan carpetas con documentos; otros reparten fusiles; algunos trazan planes de resistencia y ordenan emplazarse en diversos sectores. La Moneda, persianas adentro, es un tumulto de corridas, órdenes cruzadas, miedo y decisión. En ese desconcierto, nadie escucha a la Tati; nadie puede precisar dónde está Salvador Allende en ese momento. Pero la Tati sigue buscando, incansable. Conoce la importancia del mensaje, la urgencia de los plazos, la huella gris de las tanquetas de los sublevados asomando la trompa por las calles de Santiago. ¿Dónde está Allende? Cada minuto perdido es un puñado de oxígeno menos; cada dilación, un poco de libertad pisoteada por las botas de los golpistas, que ya vienen.

Por fin, lo encuentra en un recodo oscuro, rodeado de un par de miembros del GAP. Ahí está, con el pulóver multicolor debajo del saco, el casco puesto, el fusil automático entre las manos, el rostro demacrado por la ten­sión acumulada. En un salón contiguo, lo esperan sus asesores y otros com­pañeros de la Unidad Popular, para una reunión final. Después será el tiempo de los ultimátums telefónicos, del discurso al pueblo chileno, del final que se acerca… Pero ahora, cuando la Tati lo separa del tumulto por unos segun­dos, todavía queda tiempo. La Tati le co­munica a su padre que Miguel Enríquez ha llamado, que le garantiza el auxilio de una columna del MIR para sacarlo de La Moneda en minutos, que lo invita a continuar la resistencia en las barricadas de alguna población, que no hay tiempo que perder, que nada ha terminado aún, que espera su llamado. Allende apenas escucha las primeras palabras. Apenas presta atención al resto.

Repite, una vez más, lo que dirá una y mil veces esa mañana del 11 de septiembre de 1973: "Tati, dile a Miguel que yo de aquí no me muevo". No sirven las palabras que se atoran en la garganta de la Tati, ni sus lágrimas arrebatadas, ni sus argumentos polí­ticos. Allende es requerido para la reunión. La Tati lo ve alejarse por el pasillo y baja la cabeza, sin consuelo. Pero entonces, Allende vuelve sobre sus pasos y en su mirada brota, espontánea, una certeza. Levanta su mano, como si hubiese olvidado decir algo: "Oye Tati, y dile a Miguel una cosa más. Él comprenderá. Dile a Miguel que ahora es su turno…".

2. Miguel maneja por las calles desiertas de Santiago. Fuma, Miguel, y maneja. Fuma el último cigarrillo del paquete de Populares. Quiere pensar, quiere entender qué pasa esa madrugada fría de septiembre. Esta vez va en serio, piensa Miguel, mientras sube la radio y escucha al locutor confirmar los rumores de movimiento de tropas en Valparaíso, el desplazamiento de unidades de San Felipe, el cerco que se inicia. Un par de kilómetros lo separan aún del encuentro con los compañeros del MIR. Allí, lo esperan con las últimas novedades. Allí también, la agitación, los planes, las órdenes, las llamadas telefónicas, van y vienen. Todo es ruido y confusión. Miguel ya lo imagina desde ahora, manejando a toda velocidad por las calles muertas de Santiago. La noche empaña los vidrios del auto. El cigarrillo se consume entre sus labios. La radio confirma viejas certezas. Esta vez va en serio, repite Miguel.

En la casa operativa, lo espera Andrés Pascal, quien lo pone al tanto de su intento por aproximarse a la Embajada de Cuba, tal como había ordenado Miguel que debía hacer el "Pituco" en caso de un levantamiento militar. Hasta ese día, la posición de los cubanos era la misma de siempre: solo entregarían armas si recibían una orden directa del presidente Allende. Esa orden jamás llegó. En el lugar, un grupo de carabineros termina de armar una barricada con maderas y restos de automóviles ante las puertas de la embajada. Pese al riesgo de quedar cercados por la barrera de los pacos, Pascal detiene la camioneta y baja a intentar negociar el paso. No hay caso. Alguien lo reconoce a la distancia. "¡Es Pascal Allende, son del MIR!", grita uno. El tiroteo se inicia desde un auto con miristas que escol­taba a la camioneta, lo suficientemente a tiempo como para que puedan escapar del lugar dejando un reguero de carabineros parapetados sobre el asfalto.

Miguel escucha el relato de Andrés, en silencio. No lo interrumpe, apenas levanta los ojos para mirar el reloj. El tiempo se agota. Miguel llama a La Moneda, pregunta por la Tati, habla con ella.

No muy lejos de allí, algunos pilotos abordan aviones Hawker Hunter. Esperan órdenes para su bautismo de fuego. Será la única acción de "com­bate" en que participe la Fuerza Aérea de Chile en toda su historia. Los chacales avanzan por el laberinto de Santiago, están a un paso de La Moneda.

Comentarios

Autor

Hugo Montero