Los amanuenses de los grandes diarios argentinos no lo citan en sus sermones dominicales. No fue incluido en el canon de occidente. El campo no revolea ponchos con su efigie. La TV no convoca a su fantasma a bailar por un sueño. Pero hay aún más razones para leer a este escritor que con su cosmogonía plagada de dioses que son monstruos y monstruos que son dioses, iluminó a John Carpenter, Jorge Luis Borges y Alberto Breccia entre otros, amén de seguir inspirando pesadillas y cagazos sublimes.
No se sabe si mientras boqueaba en su lecho de muerte, a los 47 años, en una cama del Jane Brown Memorial Hospital de su ciudad natal, de donde jamás se alejó demasiado, las chotacabras y los sapos se largaron a salmodiar enloquecidos. Tampoco hay testigos de que los árboles del parque, sin que mediara una gota de viento, estirasen sus tentáculos, perdón, sus ramas, intentando tocarlo. Semejantes alteraciones del orden natural hubieran constituido una manifestación de justicia poética para el que se iba. No tuvo hijos, no consta que haya plantado nada y en vida no publicó un solo libro. Pero se trataba de un escritor, y de los indispensables. Fernando García lo define como un oscuro erudito de provincias que no anhelaba otra cosa que ser un discreto epígono de Poe pero inventó el cuento de terror contemporáneo.
Hijo de un viajante de comercio alcohólico internado por demencia sifilítica cuando él tenía dos años y medio, y de una mujer internada poco después por causas similares, muertos ambos tempranamente, fue criado por su abuelo materno y sus tías en la vieja mansión desmantelada que era cuanto restaba de esplendor a la familia. Durante su infancia, prefirió la compañía de los adultos o la soledad. Como en el poema de Poe, podría haber dicho todo lo que amé, lo amé solo. Sus aficiones fueron la observación del cielo nocturno, la lectura de Las mil y una noches, la poesía inglesa del siglo XVIII y los relatos de terror, la frecuentación de los gatos y el café del insomne.
Con tales antecedentes, podría pensarse en un lunático más de los que pululan por la Unión. El nerd del barrio, blanco para todas las burlas y candidato para mutar en uno de esos muchachitos que un buen día cazan el Winchester de papá, y en una orgía de pólvora y materia encefálica, alivian a su high school de una piara de condiscípulos granujientos consumidores de cajitas felices. Pero no tenía padres ni armas. Tal vez el arte fue su forma de atacar, su resguardo, su fuga.
Desde pequeño escribió. Editó artesanalmente la revista The conservative, donde alternaba artículos de astronomía, poemas y relatos. De esa época son cuentos tan recomendables como "Los gatos de Ulthar" (...el gato es misterioso y está cerca de cosas que los hombres no pueden ver) y "La música de Erich Zann". También "Herbert West reanimador", una joya del grotesco que resulta un anticipo del humor de directores cinematográficos como James Whale (Frankenstein, La novia de Frankenstein, El hombre invisible) o George Romero (La noche de los muertos vivientes).
De adulto fue un hombre tímido y solitario, que rehuía el trato con los terrícolas a excepción de su círculo de amigos. Preferentemente, vagaba por las calles anochecidas. De día se quedaba leyendo, escribiendo o durmiendo -distintas formas de soñar- en sus habitaciones de ventanas clausuradas con el fin de crear una noche artificial. En 1924 cometió el error de casarse y establecerse en Nueva York. Poco duró ese desvío. Como a todos los hombres, le tocaron tiempos difíciles para vivir. Sus años mozos fueron los de la Gran Guerra y la Gran Depresión, durante los que cayeron valores en los que nunca había creído y se alzaron otros en los que jamás llegó a creer. A la independencia norteamericana la llamaba el cisma de 1776; fue contrario a la revolución rusa, antisemita y racista (algo manifiesto en el relato "El terrible anciano"). Sin embargo, urdió una obra cuya lectura es liberadora.
En los abismos de papel
De acuerdo con una bibliografía escrita por el propio Lovecraft, su primer cuento profesional fue "Dagon" (1917) y el último, "El clérigo maligno" (1937). En veinte años -los de entreguerras, los del Art Déco, el primer Borges, Arlt, el jazz y la música dodecafónica-, creó un género que Rafael Llopis, en el prólogo a la antología Los mitos de Cthulhu (1969), llama el cuento materialista de terror. En él, no es lo sobrenatural lo que induce el gozoso estremecimiento del miedo. Esto es claro sobre todo en las últimas historias, como la novela corta En las montañas de la locura o el relato "La sombra fuera del tiempo".
(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº74)
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