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Dossier

Daniel Moyano (2º parte)

El exilio provocó en Daniel Moyano un cambio de escenario geográfico personal, pero no desde su literatura, que siempre tuvo en la mirada a sus ciudades: La Rioja y Córdoba. En sus últimos tiempos, el reconocimiento y el trabajo en un taller literario en la ciudad de Oviedo lo hicieron sentir más cerca de su casa, aunque no le quedaba mucho tiempo y se encontraba del otro lado del océano.

Había quedado sobre la mesa, reposando en tono de amenaza, un tanto desordenada, porque Daniel le estaba haciendo algunas correcciones de estilo antes de editarla. Y, de repente, tres tipos uniformados se presentaron en la casa. Antes que pudieran anunciarse, Daniel salió a dar la cara. Una vez que entraron, ellos no se dieron cuenta de lo que había sobre la mesa. Como no era un libro con lomo de color rojo ni tenía las inscripciones básicas que sus superiores les indicaban confiscar, la novela pasó inadvertida. Era simplemente una montaña de hojas escritas a máquina, algo inofensivo para ellos que tenían a su presa lista para llevarse, y que, además, no ofreció resistencia alguna. Solo les pidió que lo dejaran preparar un bolso con su ropa y que no molestaran a los chicos.

Como no hubo empujones ni golpes, la situación salvó a la casa de Daniel Moyano de un operativo violento que destruyera y dejara revuelto todo lo que estaba en pie, hasta lo más mínimo. Una vez que se lo llevaron, no se sabía si podían volver, y eso era una incógnita poco tentadora para la familia de Daniel. Desde esos minutos interminables, su mujer, Irma Capellino, no sabía qué hacer, a quién reclamar, cómo iba a seguir su vida, cómo contener el llanto de los chicos y amigos, dónde esconder todos esos papeles. ¿Qué era peligroso y qué no?, se preguntaba, mientras intentaba ordenar su cabeza que volaba de miedo y nerviosismo, dónde meter todos los libros y revistas "peligrosas". Unos amigos se encargaron de una parte y se llevaron la colección completa de la revista Crisis que le llegaba mensualmente por suscripción, otros ayudaban con algunos libros que, de un día para otro, pasaron a ser prohibidos. Pero lo que más le preocupaba a Irma era la novela que Daniel había terminado de escribir tiempo atrás, unos meses antes del golpe militar de Videla en el 76: El vuelo del tigre. Y ese original era un problema porque no era época de computadoras ni copias rápidas posibles. No había muchas alternativas y nadie quería guardar en su casa la novela de un "sospechado" por el poder de turno, que se imponía con balas y amenazas. No había tiempo para pensar demasiado y, con la ayuda de unos amigos, enterró el preciado original de El vuelo del tigre en el patio de su casa, con la esperanza de volver, alguna vez, para recuperarlo.

Pero la vuelta se postergó por muchos años. Una vez que se instalaron en Madrid, Daniel la reescribió y, finalmente, la editó con una nueva versión, inspirada en esos recuerdos. La otra, la escrita en La Rioja, nunca apareció, quedó en el recuerdo, en la espera, como la carrera de un Daniel Moyano desarrollando su obra en Argentina: un sueño que se esfumó en un barco, en el medio del océano, con destino de exilio.

"Tengo que hablar de un barco que zarpó del Cono Sur, pero sucede que los comienzos, como los finales, siempre me parecieron arbitrarios. Actúan como violaciones. Dejan en el olvido acaso las posibilidades más hermosas. ¿Dónde comienza un barco, o una naranja, o una mujer desnuda? Se necesita un juego para ir entrando en trance poco a poco. En este sentido, cualquier comienzo es como empezar a disponer las piezas, sacarlas de la caja, poner en fila los soldaditos de plomo, que son los juguetes pero no el juego todavía. El verdadero juego empezará más tarde, en el momento menos pensado estaremos jugando sin saberlo. Contar una historia supone enredarse enteramente con el lenguaje. Los soldaditos de plomo o el barquito de papel irán de un lado a otro según los lleven las palabras (...)".


España en primera persona

Ya en Madrid, con una situación frente a la crítica literaria similar que en Argentina, tuvo que buscar otros empleos que le permitieran sostener económicamente a su familia. Familia que, como tantas otras, tuvo una soslayada labor de contención y apoyo a los miles de ciudadanos que debieron exiliarse por distintas causas, y sin la cual Moyano hubiese caído en la depresión y en una desconexión con la vida brutal, según relatan sus allegados. Fue por eso que, recorriendo Madrid, esa ciudad que le era ajena en los primeros tiempos, consiguió un empleo en la fábrica de energía y minería Foster Wheeler, donde lijaba plásticos y construía maquetas de destilerías de petróleo leyendo planos complicadísimos que le quitaban las horas y la esperanza de poder volver a la escritura.

Sin auto propio, volvía de noche, en colectivo, al departamento que alquilaban, y en el tiempo que le quedaba, cuando los chicos no exigían atención, trataba de escribir algo. Pero la inspiración no volvía, parecía que no había caso y, de inmediato, dejaba la máquina de escribir a un costado y miraba el horizonte, que era cada vez más lejano. No había vuelta atrás, había que aceptar esa condición, pero no era fácil. Cómo se hacía para no pensar en el cuarteto de música, en los amigos, en las charlas distendidas de La Rioja, rezongaba. Además, cuando se juntaba con otros conocidos que estaban en su misma situación, el panorama no mejoraba, apenas unas copas de vino y un intercambio de algo que sentía como ajeno, no se hallaba. Y, encima, aparecían grupos políticos que querían aprovecharse de su condición de exiliado para sacarle provecho y ganar adhesiones. Eso lo ponía loco, lo sacaba de las casillas. Su hijo Ricardo recuerda bien esas charlas, esas broncas de la casa para adentro. "Nunca adscribió a ningún partido político, por lo tanto, tampoco tuvo ninguna ayuda de las muchas que diversos gobiernos y asociaciones humanitarias y políticas europeas otorgaban a los exiliados. Nosotros no fuimos exiliados en el sentido estricto del término, ya que si bien lo secuestraron y luego soltaron, nunca le retuvieron el pasaporte; por lo tanto, pudimos salir del país, acojonados, por supuesto, como ya se cuenta en el Libro de navíos y borrascas, cuando al subir al barco chequearon su nombre en un libraco negro. Al irnos de Argentina, y puesto que les aplicaron a mi madre y a mi padre la Ley de Prescindibilidad, a ambos los echaron del trabajo (quince años de aportaciones para la jubilación perdidos) y mi madre nunca cobró ninguna pensión de ningún tipo"...


La nota completa en la edición gráfica de Sudestada nº60 - Julio de 2007

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Autor

Ignacio Portela