La dura realidad argentina reflejada en la crónica diaria del Tren Blanco de cartoneros de José León Suárez hasta Capital y del rápido La Chanchita del sur a Constitución.
Todos los días atraviesan unas de las zonas con mayor concentración de riqueza de la Capital en busca de papeles. Todos los días se amontonan en el andén de la estación de José León Suárez de la ex línea Mitre, integrantes de algunas de las 6.000 familias que viven en el barrio Independencia y en la villa La Cárcova, a esperar al "tren blanco" que los arrimará hasta Colegiales, Belgrano, Villa Urquiza y Palermo.
Dentro de este mundo de marginación y falta de trabajo, está la historia de Alejandra y Lito que, como muchos de sus vecinos, sobreviven gracias a la ayuda de los encargados de los edificios que les juntan los diarios y los papeles blancos. "Los porteros son laburantes como nosotros" dice Lito, un ex empleado de una empresa de limpieza donde sufrió un accidente y fue despedido sin indemnización ni pensión. "En cambio -sigue- a muchos de los que viven por la zona les molesta que nosotros recorramos el barrio con nuestros carros". A lo que Lito llama el barrio, son las manzanas comprendidas desde la avenida Crámer y La Pampa hasta Ciudad de La Paz y Federico Lacroze, en el corazón de Belgrano.
Hace unos meses, las cosas se complicaron para los carreteros. Por una presentación hecha en la Legislatura porteña por estos vecinos "cansados de que les afeen el barrio", la policía comenzó a llevarse los carros de todos, entre ellos el de Alejandra y Lito. "La verdad es que nosotros no molestamos a nadie, y ninguno viene a la Capital a robar. Si a alguno se le ocurre, no sube más al tren", cuenta Alejandra inclinada hacia atrás, haciendo contrapeso de una panza enorme que espera a su séptimo hijo. Por suerte, por una mezcla de falso progresismo e ineptitud a la hora de llevar adelante cualquier tipo de política social, la Legislatura revió la medida y los carreteros otra vez recorren las calles.
Como casi todas, la villa La Cárcova tiene su zona peligrosa y su zona más tranquila. Ganadas por las bandas formadas por policías y lúmpenes que negocian droga y prostitución, ciertas manzanas del asentamiento son impenetrables. Los seis hijos de este matrimonio viven alejados de todo esto gracias a la educación de sus padres y dedican sus días a ir a la escuela, salvo Mario-de 16 años- que sólo tiene tiempo de ayudar a su papá a seleccionar lo recolectado el día anterior. "Ojalá pueda seguir estudiando y ser médica", dice Romina, que apenas está en segundo año del polimodal. Belén, de 11, su única hermana y que va a la misma escuela, es la encargada de mantener ordenado el ambiente que sirve de cocina y de pieza comunitaria. Unos estantes simulan ser un ropero, la imagen del Gauchito Gil se repite en cualquier formato y, de fondo, la televisión se mezcla con los acordes monótonos de la cumbia que entra por todos lados. Rodeados de zanjas y de calles de tierra, dentro de la casa predomina la limpieza que semejante contexto permite.
Cuando llega la hora de la merienda, Romina, Belén, Jonathan, de 10 años y Lucas, de 9 vuelven de la escuela, mientras Mario ya tiene listo el carro para ir a la estación. Casi todos los días, a Lito y a Alejandra los acompañan Mario, Romina y Jonathan. Además de juntar los papeles y cartones, los cinco deberán empujar el carro que al momento del regreso no pesará menos de 100 kilos. "La devaluación nos favoreció con el papel y nos está matando con los aumentos de la comida", se queja Lito, que de memoria repite una y otra vez que el kilo de papel se lo pagaban 6 centavos y ahora 10, y que el de cartón pasó de 4 a 6 centavos. Y esa inmensa cantidad de papeles y cartón se amontona bajo techo al costado de la casa, y serán llevados en una camioneta de un amigo hasta el comprador que los pesará minuciosamente antes de entregar el dinero.
Son las 7 de la tarde y el andén de José León Suárez explota de carros y de familias. Un tren todo pintado de blanco, único en el país, está por llegar. Muchos de los que esperan se quedarán sin poder subir. Los otros que se dirigen a Capital tendrán que recorrer las calles contra reloj: a las 11 de la noche el "tren blanco" vuelve al Gran Buenos Aires, pero esta vez con menos carros ya que están repletos de papeles. Los que quedan deambulando por los barrios porteños, regresarán a sus casas recién a las 2 de la madrugada, cuando la empresa dueña del tren los deja subir a una formación con pocos pasajeros.
"Nosotros preferimos viajar solos que mezclados con los pasajeros, porque sino siempre inventaban robos y quilombos arriba del tren", dice Alejandra explicando la medida tomada por la compañía para alejarlos de los clientes. Como sea, la familia de Alejandra y Lito contrapone todos los días la obscena abundancia de esta zona de la Capital con el olvido de las calles de tierra de La Cárcova. De esa manera, se matan trabajando para que sus hijos sigan estudiando en medio de cartones, papeles y carros amontonados en los vagones.
Una chancha vía circuito
El frío hace estragos en los bolsillos de los pasajeros que aguardan el tren tratando de guarecerse del viento gélido de la mañana contra los pilares de la estación Rafael Calzada. La luz que se asoma casi al final del horizonte es la del tren diesel vía circuito rápido a Plaza, conocido popularmente como "La Chanchita". A las 5.29 de la mañana está previsto su arribo, y su llegada a Constitución se estima para las 6.00. No hay un rápido (recibe ese nombre porque de Temperley a Plaza no para en ninguna estación) antes que ése, y recién se programa el siguiente 40 minutos más tarde, por consiguiente no son pocos los pasajeros que lo esperan en Calzada. Cuando el tren llega a la estación, ya hay personas colgadas del estribo y cuesta mucho lograr que la multitud que se estruja en su interior abra las puertas para permitir el ingreso de los demás. El frío deja su marca violácea en las manos de todos los que no consiguen entrar y se resignan a viajar colgados del pasamanos. No son pocos los que lo hacen. Muchas veces, desde adentro se puede escuchar el clásico "¡Hagan lugar, che!".
En uno de estos viajes, el último en colgarse del estribo era un laburante más, como cualquier otro. Con su bolso en la espalda, sus manos afirmadas en el caño helado y los pies apenas apoyados en la primer escalerita del vagón. Otro par, que viaja de la misma manera, logra hacerse lugar entre el frío para ponerse a charlar. El tren avanza con rumbo a Mármol. De pronto, un ruido, un golpe.Todos los colgados miran hacia abajo y se encuentran con la cara sonriente del último laburante, el que viajaba en peores condiciones. Su bolso había golpeado contra un poste cruzado entre las vías y el terraplén y quién sabe porqué azar del destino, el tipo había conseguido aferrarse y no caerse a la más completa oscuridad con bolso y todo. La sonrisa del laburante que a punto estuvo de salir despedido encerraba un "y qué se le va a hacer", muy típico por estos tiempos. Sin mediar palabras, quién sabe cómo, los de arriba hicieron un lugar y todos subieron un escalón, como comprendiendo en silencio la necesidad de hacerle un lugar al amigo que casi se cae.
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Los que logran ingresar a los vagones pueden considerarse privilegiados. El caso de aquellos que, por si fuera pcoo, logran conseguir asiento ya puede definirse como apoteótico. La mayoría de las ventanillas del vagón de La chanchita están rotos, o no bajan, o no cierran del todo. El frío es realmente asesino. Todo los pasajeros sentados, absolutamente todos, viajan durmiendo. En uno de los asientos duerme una pareja joven. El y ella se pierden entre los brazos de uno y del otro, están acurrucados, achicados por la furia del frío que se mete por las ventanillas rotas y hace estragos. Se hace imposible distinguir donde empieza él y dónde termina ella. Los cuerpos abrigados, confundidos entre brazos que salen y entran de pulóveres y bufandas y cuellos altos y guantes y pelos largos. Más atrás, alguien estornuda y vuelve a dormir...
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El tren vía circuito visita estaciones poco conocidas como Zeballos, Sourighes o Gutiérrez. Sin embargo, para todos los que viven allí, ese tren representa la única manera de acercarse a Capital en menos de una hora. Los fines de semana, el tren viene algo menos concurrido de pasajeros y uno hasta puede dedicarse a mirar por la ventanilla para distraerse. Pero vagón por vagón, entre Claypole y Ardigó, el guarda pasa alertando a los pasajeros que bajen la cortina metálica que acompaña las ventanillas. No explica las razones porque todos, lógicamente, las conocen. Los vagones quedan a oscuras en pleno día, como si el tren cerrara los ojos un momento durante un tramo del viaje. Al cabo de un rato, se escuchan los piedrazos contra la chapa, pero el tren es un acorazado veloz. Las piedras siguen y uno puede adivinar entre las hendijas de la cortina de metal a algunos pibes de por ahí tomando impulso para seguir con el bombardeo por un rato. Después de algunos minutos y algunos comentarios nada amistosos contra esos pibes, el tren abre sus ojos otra vez y sigue su camino. Nadie vio nada, nadie quiso mirar atrás.
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El tren que es el escenario de todas estas historias fue eliminado hace un par de semanas por la empresa concesionaria Metropolitano aduciendo problemas de costos "debido al aumento del gasoil". Los miles de pasajeros que todas las mañanas viajaban rumbo a sus empleos en La Chanchita hoy tienen que hacer combinación en Temperley y demorar 20 minutos más, por lo menos. Los que podían meter su bicicleta o changuito para llevarlos hasta Plaza en el último furgón, ahora no pueden hacerlo.
A nadie pareció importarle durante tantos años las pésimas condiciones de seguridad con la que viajan miles de personas, mucho menos el hacinamiento que sufrían en invierno y en verano, ni la vida de esos pasajeros que pagaban su boleto y debían viajar subidos a la máquina o entre los mismos vagones, pero del lado de afuera. Hoy siguen viajando miles en el diesel, por lo menos hasta Temperley. Algunos encuentran un lugar más o menos cálido para dormirse durante el trayecto, otros menos sueñan con algo más que conformarse con vivir menos peor que ayer. Ese tren lleva, sin saberlo, una semilla que germina de a poco en el sueño helado de los laburantes...
(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada N°08)
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