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Nota de tapa

Horacio Quiroga. Nosotros y los miedos

Si existe un género poco abordado desde la literatura argentina, ese es el terror. El miedo como protagonista, como alimento, como corazón de una historia. La muerte como estigma de una vida, la de un narrador notable que encontró en la selva su escenario perfecto. Una viaje a bordo de la sombra que acompañó siempre la vida y la obra de Horacio Quiroga.

Apenas fue un ruido. Un imperceptible ruido, un ruido más, como cualquiera de esos tantos que invadían el patio de la casa en la cálida tarde. Pero ese ruido absurdo despertó al joven Horacio del entretenido pasatiempo de observar como su perro se rascaba el bicherío contra un árbol.

No había querido dormir la siesta Horacio y prefirió quedarse solo, en silencio, ahí sentado en el patio buscando con la nariz la mínima brisa que apenas se dibujaba en las hojas más altas del limonero. Así, sin pensar en nada, en el refugio de la sombra, escuchó el ruido.

Al principio, pensó que no era nada. Pero la curiosidad y el aburrimiento lo empujaron a levantarse y a caminar, sin prisa, hasta una de las piezas. El calor ahogaba dentro de la casa. Otros ruidos incentivaron su caminata entre las penumbras del pasillo, donde apenas se colaban unos pequeños rayos del sol de la siesta. Buscó la puerta entreabierta y, con mucho cuidado, se asomó...

Horacio escuchó otra vez ese ruido y comprendió.

La culata de la escopeta contra las baldosas del piso había producido ese llamativo sonido. La escopeta entre las torpes manos de su padrastro, justo en el momento en que mordía el caño y buscaba con el dedo gordo del pie el gatillo. Horacio asistió a toda la escena en silencio, paralizado. El dedo gordo de su padrastro resbaló un par de veces antes de dar con el gatillo. Horacio lo vio todo.

Después, el estruendo, las corridas, el olor a pólvora y a sangre, el cuerpo desgarrado, el llanto, ella. Otra vez ella... la Muerte.

Un joven Horacio Quiroga fue espectador del suicidio de su padrastro, víctima de una parálisis que, primero, lo fue llevando contra uno de los rincones de la casa, y después lo empujó al refugio final de la Muerte. Otra vez, pensó un tiempo después Horacio. Otra vez ella. Como cuando escuchó a los vecinos hablar de su padre biológico años atrás, de una salida de caza, de un disparo furtivo en la espesura, de un accidente, de la Muerte. Entonces era un pibe y Horacio jamás la pudo olvidar. Siempre la presentía cerca, acompañándolo en cada movimiento. Es ella, otra vez, se dijo entonces cuando la vida de su padrastro había terminado de un balazo de escopeta en la boca.

La tragedia acompañaría al joven Horacio durante todo su camino. Todas sus lecturas de juventud tendrían la marca indeleble de esa sombra persistente, y Horacio se enredaría en esa sombra, jugaría con ella, la ataría a sus zapatos en cada viaje, buscaría entenderla como nadie lo intentó jamás. Y toda su obra literaria estaría desde entonces invadida por la presencia inevitable del miedo, del terror, de la Muerte.


¿Miedo a qué?

Una calle oscura y tenebrosa, una sombra apenas asomada, el grito de la víctima, los pasos del asesino, los ojos de la bestia, la soledad, la traición, la sangre, la locura, las arañas, los sapos, la policía, el guarda del tren, el cuco, el lobisón, el hombre gato, el precipicio, los golpes en la puerta, las películas de terror, el dolor, el final, la Muerte. Lo conocido nos asusta y lo desconocido nos aterroriza. Miedos pequeños y grandes miedos.

El miedo nos paraliza, el terror nos empuja a ejecutar las acciones más inverosímiles. ¿Nada nos da miedo? ¿Cómo definir entonces ese momento preciso en que los nervios se tensan y dejan paso al terror, al más profundo y criminal terror que pueda sentir nuestro cuerpo? En definitiva, sería cuestión de preguntarnos de una vez por todas: ¿qué es el miedo?, ¿qué componente nos seduce del miedo, tan difícil de obtener como producto para el artista pero tan fácil de padecerlo en nuestra vida diaria?

Se trata entonces de explorar este universo repleto de fantasmas, monstruos, vivos y muertos, recuerdos y traumas, anécdotas y leyendas; de acercarnos sin pretensiones al corazón de una sensación única e imposible de describir que desde chicos nos atormenta y nos persigue siempre, a cada paso: el miedo.

"Mis padres me lo inculcaron y yo lo aprendí: no hay que tenerle miedo a los cementerios, a las noches nubladas y tormentosas, a caminar por los campos llenos de cruces, a esas pavadas de las puertas chirriantes, las telas de araña, los postigos que se golpean por el viento, a los vuelos rasantes de murciélagos... Mis padres me educaron así y yo eduqué así a mi hijo. Mi padre era actor y siempre me decía que no hay que tenerle miedo a los muertos. A los muertos hay que respetarlos, pero son los vivos los que entrañan verdadero peligro". La definición pertenece a Narciso Ibáñez Menta, y nadie mejor para intentar borronear una definición que nos permita conocer los rincones más lúgubres del miedo. "Una forma de evasión, un género. Una forma de evasión como puede ser la risa.

El humor y el terror ayudan a que la gente eluda momentáneamente sus problemas", explica uno de los creadores que mejores resultados obtuvo en nuestro país desarrollando los miedos de los argentinos, nutriendo sus historias del terror de los clásicos y los nuevos miedos, el gran responsable del insomnio de más de una generación que se ocultó bajo las sábanas después de cada especial televisivo que salía al aire un par de décadas atrás.

Temer a los vivos, subraya Ibáñez Menta, a lo "conocido" como verdadera raíz del miedo por sobre las imágenes repetidas hasta el grotesco por las convenciones de un género siempre marginal, siempre subestimado en cualquier formato. ¿Qué piruetas hace nuestro cerebro cuando teme? Tememos a lo que conocemos, y muy bien, en muchos casos.

Pero hay otro temor, otro más profundo donde la fantasía se hace un lugar y nos atormenta. "El miedo es una calle de doble mano, una forma de comunión íntima y definitoria: dime a qué le tienes miedo y te diré cómo eres. Se le puede tener miedo a muchas cosas diferentes; pero todos nos encontramos en una inescapable constante que trasciende lo particular y estadístico: todos le tenemos miedo a lo desconocido. A lo que no entendemos. A lo que viene de afuera. O está afuera", señala el escritor Rodrigo Fresán, profundizando este concepto.

Lo "desconocido", lo que no sabemos qué es y por eso nos da miedo. No es extraño temer a lo "desconocido". Para nada. Qué otro miedo nos puede sorprender menos que ése, en una civilización como la occidental cuya religión mayoritaria se apoya más en el miedo y la sumisión que en el amor, por caso. Es decir: desde siempre la iglesia católica se caracterizó por utilizar el miedo como herramienta de adoctrinamiento de sus fieles (de hecho, el símbolo máximo de ese credo -la cruz- no deja de ser un antiguo instrumento de tortura), y sobre ese temor al ser supremo ("desconocido"), a los designios de un dios todopoderoso que debe ser venerado, basa toda su estructura filosófica.

Y su esencia es miedo y sumisión, y castigo, claro. Miedo al infierno para el fiel que peca, a perder tu lugarcito en el cielo como feliz epílogo de la existencia que todos los mortales temen. El paraíso, entonces, no es otra cosa que un atajo impuesto para no desbarrancar a millones de fieles contra el abismo del final, la Muerte. Sí, otra vez la Muerte...


De selvas y castillos

El terror como género literario, siempre considerado como "pasatiempista" desde la élite de las letras, también cuenta con sus reglas claras a la hora de incorporar personajes y escenarios. Imposible eludir entonces la figura del "monstruo", que asume a lo largo de toda la historia de la literatura disímiles formas (el vampiro, quizás el ejemplo más arquetípico); y bastante fácil también es detectar los rasgos en los relatos góticos, donde el castillo decadente es la llave de la narración y el contexto histórico que la rodea.

"En Europa la novela gótica es contemporánea de la ascensión de la burguesía y sus personajes huyen de los símbolos del orden feudal perfectamente resumidos en la imagen del castillo en ruinas. Ahora bien, ese esquema en América no puede ser traspuesto del mismo modo pues allí evidentemente no hay castillo en ruinas. Lo único antiguo en el Nuevo Mundo es la selva. La novela gótica americana deberá, pues, encontrar sus imágenes terroríficas en la selva y en sus habitantes", explica el crítico literario Leslie Fiedler, subrayando los límites de la selva americana como el refugio natural de terror en esta parte del mundo.

Qué otro escritor de nuestro continente aprovechó mejor ese "viejo" escenario en el "nuevo" mundo que el rioplatense Horacio Quiroga. Si bien inspirado muchas veces por la pluma de otros grandes como Poe, Dostoievski o Maupassant, uno de los mayores hallazgos de la literatura de Quiroga fue trasladar los climas, el suspenso y los ritmos habituales de los relatos de terror europeos, a un escenario propio con una riqueza local inédita que le permitió trascender los tiempos y superar las críticas que soportó hasta mucho después de su muerte.

De hecho, Borges lo despreciaba porque "todo eso ya lo había hecho Kipling", y Bioy Casares lo definió como un escritor "incorregible", en el peor sentido de la palabra. Sin embargo, la vigencia de su obra y su originalidad le permiten perdurar y gozar hasta hoy de una cuantiosa legión de lectores jóvenes, la mayoría seducidos por su libro Cuentos de amor de locura y de muerte, buscado y leído en muchas ocasiones con la pasión que siempre tienen las primeras lecturas.


(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada N°24)

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Autor

Jaime Galeano, Hugo Montero e Ignacio Portela