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La historia que no nos contaron

Fischer vs. Spassky - Piezas del tablero mundial

En plena guerra fría, el campeonato mundial de ajedrez se convirtió en una cuestión de estado para rusos y norteamericanos. El encuentro de dos grandes, lleno de talento, presiones y espías.

Posiblemente ninguno de los dos hombres viera más que el tablero. Posiblemente ninguno de los dos hombre escuchara el leve murmullo de la sala. Posiblemente ambos sintieran admiración el uno por el otro. Uno, joven y ambicioso, desbordado por la ansiedad apreta sus manos mientras sonríe tímidamente. El otro, un tanto mayor, siente las miradas clavadas en su espalda, y el sudor frío que lo invade le recuerda las mañanas heladas de Leningrado. Sus ojos apenas se cruzaron en un instante, eterno, y los labios del más joven se movieron pausadamente. "Jaque mate". Todo estaba terminado. Todo. La sala explota en gritos, aplausos, silbidos. Bobby Fischer, el joven, acaba de arrebatarle el Título Mundial de Ajedrez a Boris Spassky, el mayor, luego de quizá las 21 partidas de ajedrez más tensas de la historia, en lo deportivo pero sobre todo en lo político.

El dominio total del mundo del ajedrez por parte de la Unión Soviética se convirtió a principio de los años '70 en un asunto de estado para los Estados Unidos. Uno tras otro, los grandes maestros rusos se coronaban campeones, dándole a su escuela prestigio y popularidad. Para el Departamento de Estado norteamericanos, estos triunfos eran mucho más peligrosos que varias de las campañas de propaganda comunista de la época. Según informes desclasificados recientemente, para algunos sectores de jóvenes inconformes la supremacía rusa en el deporte-ciencia hablaba de su mayor inteligencia y capacidad de estrategia, lo que a la larga terminaría dándole la victoria en el plano político. Estos análisis, que hay se ven hasta graciosos, eran comunes en plena guerra fría, donde cualquier indicio de protesta hacia movilizar todo el poder del estado para reprimirlo.

Pero volvamos al ajedrez. La supremacía rusa había dado los últimos tres campeones mundiales: Mijail Botvinnik, Tigran Petrosian y Boris Spassky. Pero los norteamericanos estaban más que ilusionados con el joven Fischer, un talento sin igual que venía ganando los campeonatos de su país de manera brillante y se disponía a dar batalla a los rusos. Por esos días los reglamentos de la Federación Internacional de Ajedrez (FIDE) eran cuestionados por los norteamericanos y los europeos, ya que consideraban que permitían los arreglos poco claros entre los jugadores soviéticos. Pero el gran Bobby Fischer no era de los que se dejaban llevar de las narices, por más razones de "seguridad nacional" que se esgrimieran (quedará en la historia cuando en 1965, desoyendo a las autoridades de su país, decidió jugar el Memorial Capablanca de La Habana por medio de un teletipo desde New York). Cada vez más excéntrico, cada vez que debía participar en un torneo exigía condiciones perfectas de luz, mayores premios, nada de cámaras de TV ni fotógrafos. Aconsejado por su madre, una ferviente religiosa, no permitió que el gobierno americano le pagara sus maestros, y enfrentó los torneos clasificatorios sin más compañía que la de su familia. Victoria tras victoria, Fischer llegó a Buenos Aires para enfrentar al ex campeón mundial Petrosian. El ganador sería el rival de Spassky. Con un contundente 5-3-1 se ganó el derecho a pelear por el título.

Por su parte los rusos empezaron a temer que el desgarbado norteamericano fuera un peligro mayor para sus maestros y su escuela. La derrota de Petrosian fue un golpe duro, y el mach final era demasiado importante para dejarlo librado al talento de los jugadores. El gobierno puso todo el aparato de entrenadores al servicio de Spassky. Pero resulta que el campeón mundial era un bohemio, apasionado del ajedrez pero también de la bebida y la noche. Para los dirigentes rusos, era necesario un nuevo entrenador para Spassky, que evitara que el jugador cambiara la mesa de ajedrez por la de cualquier bar. Para eso, reemplazaron a su entrenador Igor Bondarevsky por Alexander Tolusch, que lo "concentró" en una colonia de Leningrado (hoy San Petersburgo). Ex combatiente de la Segunda Guerra Mundial, Tolusch impuso una férrea disciplina militar para el ajedrecista, que incluía ejercicios físicos diarios y largas sesiones de estudio. Esto hizo merma en el espíritu de Spassky, que empezó a sentir la presión de defender el honor soviético, realizando un juego cada vez más conservador y temeroso. Cada movimiento, cada salida, cada jugada, era supervisada por Moscú, que debilitaron la moral de Spassky, según el mismo declarará tiempo después.

La gran final empezó mucho antes que aquel 11 de julio de 1972, cuando Fischer y Spassky se sentaron frente a frente. La sede, los premios y las condiciones de juego hicieron peligrar el encuentro, hasta que ambos gobiernos (porque los gobiernos y no las federaciones se hicieron cargo directamente de las negociaciones) acordaron que Reykjavik, Islandia, fuera el lugar. Para empezar, Bobby Fischer llegó diez días después de lo estipulado a Islandia, lo que casi lo descalifica, cosa que no sucedió ya que en un gesto increíble y valiente, Petrosian (parte del equipo de asesores de Spassky) desobedeció a su país y aceptó jugar igual. El propio secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger, ordenó que se garantizara la presencia de Fischer al encuentro, de ser necesario por la fuerza, para lo que encargó a la CIA su permanente vigilancia. Tampoco quiso ir al sorteo inicial de colores, y a las dos primeras partidas llegó despreocupadamente tarde. Mientras estas excentricidades divertían al norteamericano, al campeón defensor lo consumían por dentro, ya que convivía con las presiones de sus entrenadores, la vigilancia de los agentes de la KGB y las llamadas "alentadores" del gobierno.

Luego de un comienzo favorable para Spassky (ganó las primeras dos partidas, la segunda por forfeit, al retirarse enojado por el ruido del público y el periodismo) el desarrollo de las partidas fueron de total dominio del norteamericano, que tanto en la técnica como en la estrategia mostraba un predominio sobre el soviético. Algunos especialistas, como Cesar Amil Meilan, afirmaban que "por lo visto hasta hoy (partida número 13) Spassky no se encuentra en posesión de los medios suficientes como para contrarrestar la excelente preparación ejercitada por Fischer". La suerte del campeón mundial estaba echada, de nada sirvieron las nuevas presiones de sus entrenadores, que decidieron cambiar de apertura a pesar de la oposición del jugador. Tampoco sirvieron algunas trampas que los espías rusos prepararon para alterar a Fischer, como el agregado de la embajada que se hizo pasar por fotógrafo y disparó su cámara en plena partida (la octava) sabiendo que esto molestaba particularmente al norteamericano (cinco años antes, en Túnez, por un incidente similar se retiró del torneo).

La suerte de Spassky estaba sellada, su juego había perdido agresividad, que junto al desconcierto que el aparato de entrenadores le sumaba cada día, terminaron en una inexorable derrota. Estados Unidos tomó el triunfo de Bobby Fischer como una victoria sobre el bloque soviético. Pero el gran Bobby no olvidará las presiones, los espías y las persecuciones, y comienza a relacionarse, allí mismo en Islandia, con algunos jugadores rusos, que le darán los contactos para su posterior fuga y desaparición tras la "cortina de hierro" (ver recuadro). Por su parte Spassky pagará con el olvido y la marginación su derrota, que le costará un lugar oscuro en la historia del ajedrez.

Pero hubo un momento, un instante único donde ambos

hombres se miraron a los ojos, miraron las piezas y se olvidaron de todo. De sus países, de la guerra fría, del mundo. Se miraron lentamente, tal vez se sonrieron. Y jugaron. Más allá de todo, jugaron. Y fue en ese momento, en ese único momento, donde fueron un poco felices.

La nota completa en la edición gráfica Nº24

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Autor

Diego Lanese