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Un fragmento de un capítulo del libro

Franz y el perro enviado por Roca

Los padres de Osvaldo tuvieron tres varones: Rodolfo, el mayor, un ingeniero químico que falleció a los 35 años durante una explosión en un laboratorio; Franz, oficial de buques mercantes de la flota de ELMA, y Osvaldo, el menor de los tres, nacido en 1927.

Los padres de Osvaldo tuvieron tres varones: Rodolfo, el mayor, un ingeniero químico que falleció a los 35 años durante una explosión en un laboratorio; Franz, oficial de buques mercantes de la flota de ELMA, y Osvaldo, el menor de los tres, nacido en 1927. Dada la tarea de telegrafista de su padre, la familia se desplazó en numerosas oportunidades por distintos rumbos del país muy distantes entre sí como Río Gallegos o Tucumán. De hecho, Osvaldo nació en Santa Fe, ciudad donde muchos años después, en abril de 2004, lo declararon Ciudadano Ilustre.

Tuve la oportunidad de conocer a Franz y advertir que la relación entre estos dos hermanos es más que llamativa. Franz y Osvaldo se quieren tanto que, a veces, se combaten, tal como ocurre en cualquier familia. Atesoran un ritual de toda la vida y es almorzar a las 11 de la mañana los sábados o domingos. En dos oportunidades me tocó participar por casualidad de esas comidas que resultaron inolvidables porque ambas sucedieron más o menos igual: iba a lo de Osvaldo para llevarle alguna cosa o arreglar una fecha pero ignoraba que almorzaban a esa hora. Claro, ambos se levantan tempranísimo y las 11 es una hora tan buena como cualquier otra donde el cuerpo pide alimentarse. La primera vez, ellos ya estaban haciéndoles honor a unas empanadas con tinto. Me invitaron a pasar y me insistieron en que los acompañara. Estaban contentos, y se disponían a abrir una segunda botella con la excelente excusa de convidarme. La siguiente ocasión, yo había llegado antes de esa hora y Osvaldo me pidió que me quedara. Había triples, fiambres y algunas empanadas, siempre de carne. Ambos se deleitan comiendo lo que gente de su edad seguramente no se permitiría. Por supuesto, después venía la hermosa hora de la siesta, cada uno en su casa: Osvaldo en planta baja y Franz en el primer piso, arriba del Tugurio, donde comparte el departamento con una cantidad demencial de gatos, que alguna vez llegaron a ser 18 y que suelen saltar sobre el techo del patio de Bayer haciendo retumbar las placas de fibra de vidrio. Eran tantos que se le habían terminado los nombres, por lo que Franz bautizó a uno de ellos Negro Vení, plagiando el nombre del gato que tenía Soriano. Con respecto al felino de su tocayo, Osvaldo suele contar una de sus anécdotas favoritas.

"Resulta que Soriano vivía en la Boca. Un día que había ido a verlo se hizo tarde y me propuso que me quedara a dormir. Arriba tenía una habitación desocupada y podía dormir allí. Era verano y hacía calor, y por eso dejé abierta de par en par la ventana que daba al balcón. Soriano se quedó abajo escribiendo. Trabajaba de noche. La noche era su elemento para escribir. Yo me dormí, y a la mañana cuando me desperté, levanté la sábana de un movimiento y Negro Vení, que al parecer dormía en esa cama, se asustó, pegó un salto descomunal hacia la ventana y cayó a la calle. Me asomé y vi al gato desparramado en los adoquines. Bajé muy angustiado porque sabía cómo Osvaldo quería a su gato. Le digo, todavía medio dormido, medio sorprendido:

–Me parece que Negro Vení tuvo un problema.

Soriano dejó la máquina de escribir, levantó la vista, me miró con odio y acusó sin más:

–¿Qué le hiciste a mi gato?

–Nada. ¿Qué le voy a hacer a tu gato? Me desperté, levante la sábana, se asustó y saltó por el balcón. No le hice nada… Está tirado en la calle...

Serían las seis de la mañana, ya había luz. Salí detrás de Soriano. Los dos estábamos en calzoncillos. Una escena loca. Al menos, el gato no había muerto, tenía rota una pata o algo así y, claro, una vida menos. Pese a la hora, llamó a su veterinario, gran admirador de la literatura de Soriano que aceptó que se lo llevara. Fuimos. Mi tocayo no me dirigía la palabra. Felizmente, el gato se salvó y yo aproveché la volada y rajé para el Tugurio. A la semana ya se le había pasado la rabieta. Pero igual nunca más me quedé a dormir en esa casa".

Disculpen, me colgué con el Negro Vení y su acto de trapecismo.

Estaba hablando de los hermanos y los gatos derivaron en esa anécdota. Pero hay otra y muy buena, y también de felinos, que les sucedió a los Bayer. Hace ya unos cuantos años, Franz insistió en regalarle a Osvaldo un gatito de una camada más numerosa de lo habitual. Aunque no muy convencido, aceptó, pero decía que no estaba para tener animales en su casa y dejarlo encerrado cuando salía de viaje al interior. Me contó con detalle que en ocasiones observaba el comportamiento del animal, que allí, enclaustrado en el Tugurio, no podía ni siquiera mirar hacia afuera y tampoco tenía la posibilidad de escalar y trepar a los techos. La única actividad que solía hacer cuando estaba despierto, consistía en echarse junto a la puerta de calle, y con la cabeza de costado trataba de espiar por la hendija de luz que quedaba debajo. Tan patético entretenimiento del pobre gato consternó a Bayer. El animal era un triste prisionero. Le explicó la situación a Franz y el gatito regresó al cubil del primer piso con el resto de sus congéneres a corretear por la terraza y a explorar los techos vecinos.

Durante uno de los dos almuerzos que compartí con ambos hermanos, en un momento Franz me lanzó: "No entiendo cómo usted puede ser amigo de este demente que ahora se mete con eso de los indios... cada vez peor este hombre..."–. Por su parte, Osvaldo me hacía señas llevándose el dedo índice a la sien, tildándolo de loco a su vez.

Era tan divertida la dinámica entre ambos que no me quedaba otra que reír: El Maestro me miraba arqueándose de hombros y me ofrecía otra empanada, mientras Franz me servía más vino. Claro, su hermano ignora que me dedico a investigar genocidio indígena; sabe que escribo de historia, no vale la pena explicar nada y es mejor dejar fluir la vida y esa relación que mantienen de puro cariño, y bromas y tantos recuerdos; especialmente de Albina Elisa, la madre de ambos.

Como oficial de la marina mercante, en una época Franz había gestionado el ingreso de su hermano en la empresa en buques que remontaban el río Paraná y luego el Paraguay hasta Asunción. Creo que alguna vez me dijo que incluso llegaban más al norte. De esa etapa recuerda atardeceres memorables de cielos rojos enmarcados por el verdor de las riberas. Su desempeño como marino mercante era aceptable hasta que se decretó una huelga de marítimos y Osvaldo fue el único del barco que se plegó y terminó despedido. Poco después convocaron a su hermano al despacho de un director de ELMA, quien delante del resto del personal le recriminó haber gestionado el ingreso del huelguista y le advirtió que en el futuro tuviera más cuidado con los individuos que recomendaba....

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Autor

Marcelo Valko