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Nota de tapa

La cultura muerta

Del imperio de los idiotas en los medios al dominio del lucro y el negocio en los museos y oficinas. De la muerte de las ideas creativas y subversivas a la reproducción de la mediocridad y la copia como recurso para el éxito. De la ausencia de un debate profundo y constructivo a la presencia repetida del lugar común y el aburrimiento. ¿Es posible la muerte de una cultura? Breve diagnóstico sobre un universo cultural con pronóstico reservado y sin signos vitales.

Crónica de una muerte anunciada

Ahí está. Tumbada en el pavimento, agonizante, sola, desesperadamente sola. El azul de su rostro ya va dibujando los colores del final, y la vida se le escurre, como la sangre, roja por sus costados. La cultura muerta, asesinada. La cultura muerta, víctima de un plan cuidadosamente elaborado. Y sus matadores, que festejan por allí, brindan en su honor con los ojos repletos de un orgullo indecible por el deber cumplido. La cultura muerta, sola, y afuera todo un país que la ignora, y la deja desangrarse sobre el pavimento, y la evita con los ojos cerrados, y busca nuevas y mínimas preocupaciones que atender, con la urgencia sabiamente impostada, sin complejos, sin culpa, siempre tan ocupados.

Así, en el aire que cruza la calle, en las voces del murmullo cotidiano, en el silencio de las horas que se acaban, caminamos sobre los restos de un crimen. Convivimos con el cadáver de una cultura fusilada por los mercenarios de la mentira, traicionada por los sabios huecos del aplauso, ignorada por un ejército de sectas que dicen defenderla y ejercerla, y no hacen más que enterrarla.

La cultura muerta, y basta para confirmarlo una simple operación práctica: detenerse, ignorar por un instante la contaminación de los medios, y observar con atención las luces que se van apagando. En los hipermercados del arte y la soberbia construidos por los mecenas de turno, siempre tan sensibles a esa respiración forzosa que arrastra la occisa cultura, derrumbada ante el umbral de sus mansiones. En las oficinas sombrías de los funcionarios del Estado, donde el dinero maneja las políticas y las palabras, donde la estupidez y la ineptitud los hace referentes del presente. En los refugios con aire acondicionado de los intelectuales del marfil, bien lejos de la calle, bien protegidos de la Realidad, aves de rapiña en busca de un micrófono sabroso donde darse la panzada y después volar bajito, con el vientre lleno de monedas. En los suplementos culturales-funerarios, que hacen de las efemérides sus secretarios de redacción, y de un puñado de supuestos consagrados su agenda repetida. En los guetos de jóvenes y viejos refugiados de la vieja cultura, nostálgicos de color verde oscuro, que se juntan para masturbarse un rato y luego parten hacia la inmortalidad prometida.

En el aburrimiento como invitado imprescindible en cada evento, como escudero fiel de esa cultura de las palabras sucias que nadie comprende y que nadie recuerda dos segundos después de los aplausos ensordecedores. En los teatros sin pibes jóvenes, en el arte peinado a la gomina para regalo de los turistas de lo exótico como pan y circo para los hambrientos. En el debate ausente, en el silencio de los barrios, en los marginales que sueñan con ser peores que los exitosos comerciales, en la voracidad de una ciudad que todo concentra y que nada comparte y a nadie mira, rebosante de soberbia, en la crítica ilustrada siempre lista para fustigar a los Soriano, a los Piazzolla, y siempre lista para aplaudir de pie a los Sabato, a los Kuitca... Ahí está, bien muerta ella. Nadie escuchó los gritos. Nadie escuchó las balas. Después todo fue lo de siempre, ruido, pasos, corridas, y un cadáver en el suelo.

La nota completa en la edición gráfica Nº31

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Autor

Hugo Montero