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Nota de Tapa

Las horas finales de García Lorca

"El crimen fue en Granada", dijo otro poeta. La sombra que camina entre fusiles, la saeta que dibuja versos en cuadernos con flores, el hombre que defiende la causa de la República. ¿Cómo fueron las horas finales de Federico García Lorca? ¿Quiénes lo empujaron a su sentencia? ¿Cuántos callaron el crimen? ¿Quiénes lloraron su ausencia? Opinan su biógrafo, Ian Gibson, el historiador español Miguel Caballero y el poeta argentino Carlos Penelas.

I

Es España. Año 1940. Un testigo casual declara ante un magistrado. "En Granada a nueve de Marzo del mismo año siendo la hora señalada ante el Sr. Juez y ante mí el Secretario compareció el testigo Don Emilio Soler Fernández de esta vecindad; (…) dijo: Que el día veinte de Agosto de 1936, en ocasión que iba el declarante por la carretera de Víznar a Alfacar, paseando con su amigo Alejandro Flores Garzón, encontraron el cadáver de un hombre y acercándose y examinándolo observaron, sin duda alguna, al que en vida se llamó Don Federico García Lorca, el cual a juzgar por las heridas que presentaba, falleció en hecho de guerra. (…) Leída que le fue se afirmó y ratificó y firma con Su Señoría doy fe".

España bajo Franco. Casi treinta y cinco años de dictadura por delante. La guerra ha terminado ya, y eso permite un mayor despliegue de cierta burocracia que intenta acomodar los papeles en ese nuevo escenario. Dos años y medio después de asesinado el poeta, era ya tiempo de extender oficialmente su certificado de defunción. La muerte a granel también tiene su expresión administrativa. Sellos, informes, listados y planillas la regulan y registran. Allí un osario común; por ahí una ejecución en masa; más acá un poeta fusilado. Por ahora no habrá de publicarse; certifíquese y archívese.


II

La historia termina mal, como es sabido. Y para peor, empieza por el final. Con un poeta asesinado. Está dicho: en esta historia la belleza de una azucena sucumbe ante un tropel de botas y sus pisotones marciales. En esta historia no triunfa el amor. En esta historia, tal vez de una manera manifiestamente absurda o patentemente real, toda la sensibilidad que cabía en un frágil poeta es atropellada y hecha añicos por un racimo de animales; por un puñado en el que estaba milimétricamente representado todo lo que en España había de primitivo, de tosco, de irracional. En esta historia triunfan de momento las Escuadras Negras de Falange, esa banda que detrás de su sadismo portaba la planificación maquinal y matemática de la muerte, el latrocinio, el sometimiento de las mayorías en beneficio de la España propietaria.

Está dicho: la historia termina mal, como suele ocurrir en la vida. Por eso, por ser vívida tragedia, está llamada a perdurar y ser recordada.

III

Ha llegado el momento. Es España. Es 1936. Es febrero, día 9. Es domingo pero no se descansa. Es de noche. Y es hora. Un joven surge entre la multitud que come, bebe, fuma, conversa. Se erige entre la concurrencia. Logra con cierto encantamiento un silencio inimaginable en medio del banquete. "Partidos a quienes separan considerables divergencias de principios, pero defensores todos de la libertad y la República, han sabido sumar sus esfuerzos generosos en un amplio Frente Popular". Lee con firmeza. No es un tribuno, pero sí un orador. "Faltaríamos a nuestro deber si en esta hora de auténtica gravedad política, nosotros, intelectuales, artistas, profesionales de carreras libres, permaneciésemos callados sin dar nuestra opinión sobre un hecho de tal importancia". No es un actor profesional, pero sí un gran conocedor de lo escénico: sabe atraer con justeza la atención del público. Lee sin exagerar. No hay impostación en sus palabras. Tono ecuánime, pulso certero. "…buscamos que la libertad sea respetada, el nivel de vida ciudadano elevado y la cultura extendida a las más extensas capas del pueblo". La concurrencia aplaude. A su lado, Rafael Alberti, joven poeta y reconocido militante comunista de la cultura, lo saluda. El orador se sienta y retribuye abrazos y felicitaciones. Hay cierto entusiasmo en el ambiente. El momento de España y del mundo se muestra como decisivo. Y Federico, que acaba de leer un manifiesto convencido de lo que leyó, no se desentiende ni de ese momento, ni de su España, ni de su mundo. Ha llegado el momento[1]...


(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº80 - Julio 2009)

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Autor

Mariano Garrido