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Dossier

Eduardo Mateo: La leyenda del músico más influyente de Uruguay

Había una vez un juglar de nombre Eduardo Mateo, mitad mito y mitad hombre, mitad Joao Gilberto y mitad George Harrison, que transitaba las calles menos iluminadas de Montevideo armado con un puñado de versos y una guitarra al hombro. La veneración de los músicos locales por su obra y la indiferencia de siempre de los críticos también forman parte ya de la leyenda. La historia de un tipo que, a quince años de su muerte, nadie puede ignorar de un lado o del otro del Río de la Plata.

Ese día, Montevideo amaneció más triste que nunca. El gris fue copando cada vez más pedazos de cielo y una lluvia fina, helada, empujó a toda la ciudad a sus refugios. La calle era silencio y el cielo le robaba al asfalto los colores. Con el paso de las horas, la cosa no mejoraba. Ya de noche, en el reparo del teatro, un puñado de almas secaba sus cueros del frío como quien se lame las heridas, todos juntos, apretujados en torno a un escenario diminuto, sin comprender demasiado aquella invasión de tristeza que ocupaba las calles de Montevideo ese día. Afuera, la lluvia fina, helada, se devoraba hasta la esquina más cálida. Adentro, unos músicos salían a escena.

La banda cumplió con la faena sobriamente, pero sin destellos, como contagiados del clima enrarecido que golpeaba las puertas del teatro. Pero a poco del final, fue Jaime Roos quien desaznó a los distraídos: "Señores, hoy se murió Mateo", susurro en el micrófono, y la lluvia fina, helada, derribó la resistencia del teatro y se esparció en la muchedumbre. No había más para decir, aunque los músicos cumplieron con el rito de homenajear al responsable de semejante despropósito climático y el público respondió con los aplausos de rigor. Después del concierto, cada uno se llevó la noticia y la esparció en voz baja en cada barrio, como revelando una infidencia conocida por pocos.

La lluvia fina, helada, ilustraba la noticia. Cada uno fue dejando la calle con su secreto a cuestas, buscando un refugio del frío, huyendo de la lluvia. En un par de horas, la madrugada. Montevideo se quedó sola, mojada, tiritando de frío y más triste que nunca. Lloraba Montevideo, con la noche de coartada, lágrimas finas, heladas. Claro, se había muerto Mateo.


"Para Uruguay, Mateo es John Lennon", afirmó Rubén Rada, definiendo con precisión los contornos míticos que rodean al músico más influyente de los últimos cuarenta años del otro lado del río. Hablar hoy de la música popular uruguaya sin detenerse en la obra de Eduardo Mateo representa un sacrilegio mayor que pasar de largo la gesta del "Maracanazo" a la hora de reseñar la historia futbolera del vecino país. Pero no siempre fue así. La vida de Mateo estuvo repleta de largos períodos de una extraña indiferencia, cuando no de un desprecio silencioso, que uno podría adjudicarle a la escasa visión de la crítica musical de entonces, pero también a la soberbia ignorante de cierto sector "políticamente correcto" de la izquierda que ovacionaba a los cantantes panfletarios y despreciaba al resto calificándolos como "pasatiempistas", en el mejor de los casos. Si a estos dos factores le sumamos una tendencia autodestructiva que marcó siempre la biografía de Mateo, el resultado es tan extraño como contradictorio.

Mateo no sólo fue uno de los creadores del llamado "candombe-beat" (suerte de mixtura entre los ritmos regionales uruguayos y la impronta masiva del rocanrol anglosajón, con Los Beatles como punta de lanza), también fue la cabeza de la banda que interpretó por primera vez canciones de rock en castellano y que se nutrió de la música de los negros (el candombe) para dejar una huella; fue el tipo que supo integrar la cadencia de la bossa nova con la rítmica de las tumbadoras en un repertorio que nunca atrajo multitudes, pero que siempre fue escuchado y admirado por el resto de sus colegas. De Jaime Roos a Jorge Drexler; de los hermanos Fattorusso a Fernando Cabrera, no hay músico que no reconozca la importancia de Mateo en la historia musical uruguaya. Y sin embargo, recorrer su historia es también atravesar una irregular geografía, con bajones pronunciados y contados picos de calidad, con muy pocas grabaciones discográficas (de hecho, Mateo ya era una leyenda antes de grabar su primer disco, en 1970). Mitad genio y mitad lúmpen, Mateo también terminó de borronear los bordes de su personalidad con arrogancia y egoísmos en la relación con otros músicos, con entradas y salidas a calabozos por tenencia de drogas y por portación de pinta, con etapas en las mendigaba a amigos y desconocidos en la puerta de los boliches, obstinado casi en parecerse a Johnny, el protagonista de "El perseguidor" de Julio Cortázar.

Pese a todo, Mateo vivió y murió conciente de su talento como compositor, supo explotar al máximo su virtuosismo con la guitarra y terminó redefiniendo la música en tiempos de cambios profundos. Han pasado quince años de su muerte, y sin embargo, la presencia de su música parece cobrar más fuerza con el tiempo: el mito de Mateo sigue haciendo música en cada rincón de Montevideo, la ciudad que cantó mejor que nadie.

Parado en mitad del vértigo de la Dieciocho de Julio, Mateo pasaba desapercibido, disminuido ante la locura del resto de los transeúntes. Pero no caminaba, repartía papelitos Mateo, escritos a mano, donde anunciaba su recital en el Shakespeare al día siguiente, en compañía de su amigo, Eduardo Lockhart. En el reverso de esos papelitos, una fiambrería auspiciaba el show, también escrito a mano (de esa forma, según Lockhart, Mateo saldaba una deuda por la repetida compra de mortadela fiada). Ahí estaba Mateo, solo en mitad de la Dieciocho de Julio, deseando toparse con un rostro amigo, buscando una mirada, silbando fuerte, repartiendo papelitos.

Eduardo lo fue a buscar apenas lo dejaron salir del penal de Miguelete, donde lo habían detenido por falsificar recetas médicas para comprar psicofármacos y donde presos y guardias gozaban al escuchar sus canciones. En la celda 44, esperaba Mateo, solo, la guitarra, sin visitas. "Una docena de bananas, un jabón de tocador, dos paquetes de caramelos", le había pedido a su abogado. Vicios no, basta de vicios, le dijo a su abogado. Pero Mateo salió un mes después, y afuera lo esperaba su amigo Eduardo, quien lo alojó en su casa unos días. Eduardo fue el que lo convenció del show en el Shakespeare. Pero los días fueron pasando y Mateo se dejó estar, se quedó sin amplificación y sin afiches, así que resolvió salir a la calle con sus papelitos escritos a mano, con la publicidad de la fiambrería en el dorso, con todas las ganas.

El día del show, Mateo y Eduardo llegaron temprano al teatro, pero en la puerta le impidieron el paso. "Pero si yo vengo a tocar acá", alegó Mateo, pero en el teatro nada, que no sabían, que la sala estaba ocupada, que nadie avisó, que por favor retírese, que no me haga un escándala y que le vaya bien. Y se quedaron los dos en la puerta, sin mirarse las caras, sin entender. Al rato empezó a caer la gente, y la gente se encontraba con el animador del show en la vereda, guitarra en mano, sin explicaciones. Llegaron algunos más y Mateo apoyó la pierna arriba de una tapia y se puso a tocar. La gente, en la vereda, rodeaba la soledad de Mateo, le pisaba la sombra, sonreía.

De botija, andaba un día de la mano de su madre por el Parque Rodó cuando se topó con la banda municipal interpretando el "Bolero de Ravel", y esa melodía lo hipnotizó. Pasaron años hasta que Ángel Eduardo Mateo López sintió otra vez un impacto parecido, pero esta vez no era una banda: era Joao Gilberto. Y Mateo no dudó. Armó una pequeña banda de nombre "O bando de Orfeo" y se enamoró perdidamente de la bossa nova, a la que sedujo con su talento como guitarrista. Después llegaron Los Beatles y le rompieron la croqueta a toda la ciudad. Las bandas de covers coparon la escena musical de los sesenta: "Los Shakers", "Los Delfines" y "Los Malditos", la nueva banda que integró Mateo después de un breve viaje por Brasil, animaban los conciertos beat, cada vez más concurridos. Delirio, canciones y alegría era el paisaje de los conciertos, escenarios de perfomances teatrales, agitados discursos y mucho humor como fórmula: "Decir idioteces en nuestros días donde todo el mundo reflexiona tan profundamente es la única forma de probar que tenemos un pensamiento libre e independiente", anunciaba el Manifiesto de un concierto beat. En esa locura bien de los sesenta se movían Mateo y su banda, aunque la historia de "Los Malditos" sería casi tan breve como la de la siguiente formación: "The Nights", los borradores del verdadero primer paso relevante de Mateo en la música uruguaya: "El Kinto".

"Éramos hombre salidos de las catacumbas que venían a pelear ahí arriba. Y con música de negros, además", explica Luis Sosa, uno de los integrantes de "El Kinto", la banda que hizo historia a fuerza de mezclar las melodías de Lennon y las variantes de Harrison con los ritmos del candombe y, además, cantando en español canciones propias. La fuerza única de la dupla Mateo-Rada para la composición era el corazón de "El Kinto", y durante años fueron la salida preferida del under de Montevideo, pese a que las otras bandas los aventajaban en equipamiento y calidad de sonido. Después llegaron las "Musicasiones", los primeros festivales organizados por las bandas beat donde todo lo nuevo tenía su lugar, el escenario perfecto para que el mito de "El Kinto" se expandiera, un pequeño Woodstock en plena Dieciocho de Julio. Entre largos parlamentos sin sentido y momentos de vacío tapados con un par de personas jugando al ajedrez en el escenario, podían escucharse los jingles de "Feminex", el auspiciante imaginario del show, y sus sábanas triangulares "donde siempre hay lugar para uno más". En esa locura, la leyenda de "El Kinto" se multiplicaba y la figura de su líder, Mateo, comenzaba a ganar la fama que lo acompañaría toda su vida.


El negro golpeaba las manos en el portón, pero de adentro nada, ni señales. Esperó un rato más, golpeo otra vez, y le pegó un grito desde la vereda que Mateo terminó por escuchar. Envuelto todavía en la cálida telaraña del sueño, Mateo salió en pijamas a abrirle la puerta al negro Rada.

-Che, loco, se me ocurrió un tema-, avisaba Rada antes de agarrar la guitarra, antes de poner la pava en el fuego mientras Mateo buscaba con lentitud sus pantalones. Mateo escuchaba los rasguidos de los dedos de Rada en la guitarra mientras empezaba a sacar papelitos de los bolsillos: eran sus canciones, retazos de letras urgentes que lo sorprendían siempre en un bar y que terminaba por apuntar desprolijamente en una servilleta o un pedazo de diario. Rada seguía hasta que llegaba la primera sugerencia de Mateo, y ahí los dos se enfrascaban, mate mediante, en el complejo ejercicio de crear canciones, que abandonaban en las hojas de un cuaderno que ya agotaba sus últimas páginas en blanco. Luego de un par de horas, la piecita de Mateo ya era una ensalada de ritmos, melodías y arreglos que se perdían en los rincones, un desordenado bullicio de voces que, entre risas y puteadas, coloreaban la mañana que iba pasando por afuera de esos dos tipos que se juntaban de vez en cuando para sacarse de adentro todas esas canciones, por lo menos por un rato.


A comienzos de los setenta, cuando "El Kinto" ya era pasado, Mateo accedió a cruzar el charco para grabar su primer disco, a partir de la presión de su amigo Carlos Píriz. Pero trabajar con Mateo en un estudio de grabación no era tarea sencilla: faltazos sin aviso, paréntesis para descansar que se hacían eternos y mala predisposición a la hora de registrar algunos borradores, hicieron que el proyecto de "Mateo solo bien se lame" estuviera a punto de fracasar. Pero el tesón de sus amigos pudo más: mientras uno hacía guardia con el auto en la puerta del hotel para pescar a Mateo antes de sus escapadas, otro comenzaba a mezclar los temas en la isla, lo que en definitiva permitió la edición del disco, un par de años más tarde. "Cuando salió ya era un clásico -opina Jaime Roos-. Marcó una línea estética absolutamente tercermundista, si es que esto quiere decir algo: Mateo haciendo un disco acústico con guitarra y un tambor, en un momento en que toda la música estaba electrificada, en donde el rocanrol cada mes se hacía más sofisticado y donde se tendía ya a dejar la forma simple para llegar al rock hasta sinfónico (...). En el momento que aparecía todo aquello, Mateo salió con una guitarra acústica, solo contra el mundo". Pese a los elogios, las ventas del disco de Mateo (algo que sería una constante en su carrera) no pasaron de discretas.

Con los años de la dictadura, casi al mismo tiempo en que era despreciado por la intelectualidad de izquierda que exigía "contenido" en la música como variable de protesta frente a la realidad, Mateo se fue transformando en un personaje singular de Montevideo, una rareza más en la ciudad que muchos se preocupaban por esquivar: desprolijo, taciturno, arrogante, adicto y "embotellado" (término que él mismo creó), muchos de sus conocidos elegían cruzarse de vereda para evitar el mal trago del mangazo directo, cuando no el engaño de la venta anticipada de un supuesto concierto que jamás se concretaría o el cobro "sin intermediarios" de los derechos de autor de sus canciones. La dictadura le dejó a Mateo algunos moretones (era presa fácil para las razzias policiales) y una desgarradora soledad porque muchos de sus grandes amigos eligieron por entonces el camino del exilio. "No me dejes solo, Negro", le pidió llorando a su amigo y compañero en "El Kinto" Urbano Moraes, que partía rumbo a España.

A partir de entonces, Mateo intercaló etapas malas, conciertos en los que recibía la burla del público y el rechazo de los críticos, con buenos momentos como la grabación de su disco con Jorge Trasante y la saga de recitales con sus amigos Pippo Spera y Horacio Buscaglia, bautizada con el nombre. "Tresbigotres y una mosca" en el Teatro de la Candela, en cuyos camarines Mateo pasaba las noches. Después de un saludable paréntesis en una chacra de las afueras, llegó la grabación del que sería su mejor trabajo discográfico: "Cuerpo y alma", grabado con muchos instrumentos prestados por músicos que se preocupaban por visitarlo en la sala, no tanto para saludar al músico si no para atajarse por las dudas que Mateo vendiera las guitarras.

Durmiendo en húmedas pensiones donde tenía prohibido tocarla guitarra, mangueando en la calle para juntar unos pesos, cada vez más cerrado y autodestructivo, la fuerza de Mateo se fue apagando con el pasar de los años y la muerte, aquel punto final al que tanto temía ("La muerte no existe", se convencía), lo alcanzó después de un par de días internado por un cáncer en el estómago, una fría mañana de mayo de 1990. Esa mañana en que Montevideo amaneció más triste que nunca...

la nota completa en Sudestada n°38.

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Autor

Hugo Montero