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Poesía

Alfonso Hernández: confesiones de Tutuy

Un cronista en la búsqueda de una sombra, una historia desgarrada, versos sueltos en la calle. Alfonso Hernández, de profesión poeta, militante del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN), fue asesinado por una patrulla del ejército salvadoreño en 1988, en las estribaciones del volcán Ilamatepec.

Localizar a Tutuy fue toda una odisea. Y no porque Tutuy anduviese escondiéndose o algo así. Tutuy no se escondía, no podría hacer tal cosa: simplemente era invisible. Aunque no del modo que de ordinario se cree. Tutuy se confundía con cualquiera de los tantos repartidores de pan que recorre las calles arruinadas del sur de la ciudad, y que antes fue socorrista (de la Cruz Verde o de la Cruz Blanca o de la Cruz Azul, ¡quién puede saberlo!), y que antes también fue reo común por asalto a mano armada de viejecitas indefensas en el centro de la ciudad. Por eso es que uno podía confundirse y pensar, ah, sí, este es Tutuy. Y a mí me pasó exactamente eso. Durante semanas fui tras las pocas pistas que logré recabar acerca de Tutuy y me lancé a la zona sur de la ciudad, donde se decía que, en una época (¿cuándo?), Tutuy laboró y pernoctó. Siempre erré. Cuando yo creía que había dado con él, resultaba que no era así. Hasta que un día dije, bueno, qué lastima, pero si al llegar el disco solar a su cenit de este día no localizo a Tutuy pues tendré que retachar y hacer mutis. ¿Y qué sucedió? Algo que no se puede creer. Sí, algo inverosímil. A las 11.50 del día referido, yo, un deslenguado que buscaba con loco afán a ese personaje peripatético y pluscuamperfecto que es Tutuy, me senté en una cuneta dispuesto a que el cenit cerrara esa etapa de mi vida. Tutuy, y todo lo que implicaba, sería el pasado perdido para siempre. Transcurrieron los minutos y ya no esperaba nada. Fue en ese instante que divisé a Tutuy que avanzaba por un costado; procedía de una bocacalle. Era él, ¿quién si no? No tenía una foto ni un retrato hablado, pero sí contaba con un testimonio clave, el de Alfonso El Joven, quien de algún modo me había llevado hasta allí.

Mirá, me dijo, la última vez que lo vi, Tutuy es de este modo y es de este otro, ni tan ni muy, o sea, es difícil confundirse, ¿me comprendés?, me dijo Alfonso El Joven. Y claro, yo tenía meridiana claridad de lo que me decía, el problema era que, según pude darme cuenta el día que conocí a Tutuy, aquella pormenorizada descripción daba para un embrollo colosal. Sin embargo, no hubo lugar a confusión porque el mismo Tutuy me señaló (¿con el dedo deicida que cuenta el cholo Vallejo?) y me dijo bocajarro: Hombré, ¿cómo estás? Vine hasta aquí porque he sabido que me has andado buscando. ¿Para qué soy bueno? Me incorporé, vi en torno y abracé a Tutuy. Y lo confieso: lloré. Tutuy me alejó de él y con voz pausada me ofreció que camináramos un rato para despejar los dédalos de la mente. Tutuy no era una persona de baja estatura ni tampoco era un gigante, pero tampoco puedo precisar su tamaño real, porque mientras cruzábamos calles sin un rumbo prefijado (al menos eso creía yo), por ratos lo veía de una estatura y minutos después, por razón de no sé qué factor de la refracción de la luz explicado a partir de los agujeros negros y la estrambótica idea de la energía infinita (según supe después, gracias a una fórmula de Hawking), me parecía que su estatura era diferente. Íbamos en silencio, bueno, yo iba en silencio, porque Tutuy salmodiaba algo que no sabría decir si tenía alguna ilación; la cuestión es que simplemente caminábamos uno a la par del otro...

(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº68 - Mayo 2008)

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Autor

Jaime Barba, desde El Salvador