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Poesía

Carlos Aiub: una botella al mar

El hallazgo de un viejo cuaderno con renglones es la punta del ovillo de esta historia. Sobreviviente del saqueo militar, el cuaderno ocultaba un tesoro: una treintena de poemas de puño y letra de Carlos Aiub, militante del Movimiento Revolucionario 17 de Octubre (MR-17), poeta, desaparecido. Ese cuaderno es diálogo, encuentro y pliegue en el tiempo con el autor de esta nota, Juan Aiub Ronco, hijo del poeta.

El secuestro y desaparición de sus tres hijos expulsó a mis abuelos paternos a un mundo ingrávido donde jamás volverían a hacer pie. Para sobrevivir en él, se aferraron al mecanismo menos inútil: conservar la mayor cantidad posible de objetos que habían pertenecido a Carlos (mi padre), Riqui y Marita. Esta acumulación garantizaba una presencia constante de los tres en el aire viscoso y gris que ya nunca dejarían de consumir en la vieja casa de Coronel Dorrego. Con obsesión de museólogos, archivaban o exponían sus juguetes, cuadernos escolares, sus ropas y disfraces, medallas, trofeos, diplomas, instrumentos musicales y millones de fotografías.

A los objetos que habían protegido inicialmente, pertenecientes a la infancia y juventud de sus hijos, se sumaron -en junio de 1977- los que recibieron desde La Plata tras el secuestro de mis padres. Mi otro par de abuelos debió rescatar de la casa en ruinas todo lo que había sobrevivido al saqueo, hurgando como rescatistas sin esperanzas entre los escombros de un terremoto. Todo lo que resultó medianamente entero fue cargado en un camión de mudanzas y deportado a Dorrego, donde los Aiub aceptaron con agrado la posibilidad de velar por el patrimonio de Carlos y Beatriz hasta que pudiesen regresar.

Este culto a la conservación no se había iniciado tras la desaparición de sus hijos, pero fue cuando esto ocurrió que la colección material tomó el valor de la respiración para mis abuelos. No hubo otra cuerda de donde tomarse cuando comenzó el abismo. Fue, en principio, la garantía de un retorno seguro; luego, el alimento de una expectativa compañera que perdía intensidad con el paso del tiempo y, por último, la resignada prueba de que esos objetos tuvieron dueño, fueron propiedad, habían sido tomados o creados por extremidades vivas de las que ya no había señal, sólo resultados nulos de búsquedas desesperadas.

Años después, la muerte de mis abuelos nos puso a mi hermano y a mí, hacia el fin de nuestra adolescencia, ante el compromiso ineludible de decidir el destino que debíamos darle a los objetos acumulados y mantenidos por ellos durante tanto tiempo. Definitivamente, no estábamos dispuestos a cargar como caracoles los argumentos de nuestro pasado, arrastrándolos a cada lugar donde nos desplazáramos. Debíamos deshacernos de la colección y de la culpa con que esta acción cobarde comenzaba a perseguirnos. Nos vimos obligados a analizar, caracterizar, clasificar y decidir destino, no sólo final sino también digno, de cada una de las pertenencias de mi viejo y sus hermanos, para sólo apropiarnos de lo indispensable, si es que a algo le cabía esa definición. Fue durante esos días de hallazgos y descartes, de encuentros y rechazos de la propia historia (y cuando parecía que ya nada nos encandecería) que dentro de una vieja caja flaqueada, junto a las ruinas de un ajedrez imantado, un banderín de River Plate y algunas revistas de historietas, se reveló ante nosotros el viejo cuaderno anillado, de paradójica marca Éxito, guardián amarillento de los treinta poemas escritos a mano por mi padre.

El cuaderno terminaba así su primer cautiverio e iniciaba el segundo, ahora en mis manos. Había mucho por conocer de mi padre antes de sumergirme en su poesía. Casi todo. Muchas preguntas y pocos a quién hacérselas. Mucha bronca todavía ubicada en lugares equivocados. Muchos legados por recibir, aun sin saberlos legados. Intentaba en vano, por esos días, descubrir alguna puerta que me expulsara fuera de mi historia, que me permitiera ingresar en alguna más confortable, y los poemas de mi viejo no me llevaban precisamente por ese camino.

Es por eso que durante años -y mientras descubría que no existe renuncia posible a la identidad- recluí el cuaderno en una caja similar a aquella donde lo habíamos encontrado. Sabía que algún mecanismo latente en mí debía encargarse de liberar, tarde o temprano, la poesía sobreviviente. Al final, esa activación llegó hacia mediados de 2007 cuando, al cumplirse treinta años de la desaparición de mi padre, decidimos publicar Versos Aparecidos, el libro (y página web) que contiene los treinta poemas inéditos de Carlos Aiub.

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Carlos, el mayor de los tres hermanos Aiub, nació el 17 de diciembre de 1949 en Coronel Dorrego, un pueblo rural al sur de la provincia de Buenos Aires. Allí vivió su infancia y juventud: fue alumno destacado en la escuela primaria y secundaria, jugó al fútbol (un nueve con más ganas que habilidad), fue un ferviente católico (monaguillo y miembro de Acción Católica), escuchó Los Beatles, gritó los goles de River, coleccionó estampillas, jugó al ajedrez, leyó Sandokan y soñó ser algún personaje de El Tony o D'Artagnan.

Una vez terminados sus estudios secundarios, Carlos emigró a La Plata para estudiar Geología, carrera en la que se graduó tiempo después. Durante esos años, la facultad, la pensión y la realidad descubrieron para él que la iglesia no era herramienta suficiente para alcanzar los cambios legítimos con los que comenzaba a soñar. Se acercó al Peronismo de Base e inició su militancia barrial; allí conoció a Beatriz Ronco -Bea en sus poemas- quien fue su compañera, esposa y la madre de sus dos hijos. Juntos y en compañía de Riqui, eligieron al Movimiento Revolucionario 17 de Octubre (MR-17) como nuevo espacio de lucha. Sería el nuevo y definitivo.

El golpe de estado de 1976 hirió trágicamente a la historia del pueblo argentino y lo hizo con la misma intensidad en mi familia: el 9 de junio de 1977, detuvieron en La Plata a Beatriz Ronco y a Ricardo Aiub; al día siguiente, a Carlos, de quienes jamás se conoció su paradero; un mes después en un operativo, asesinaron a Marita, a su esposo Rafael Caielli (militantes Montoneros) y a Claudio, el hijo de ambos de solo dos meses de edad; también en julio de ese año, secuestraron en Coronel Dorrego a María, la madre de los hermanos Aiub que, tras ser brutalmente torturada, fue liberada días después...

(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada)

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Autor

Juan Aiub Ronco