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Ficción

Introducción al mundo de los sueños

Lo conocí hace años, en una oficina pública de Buenos Aires. Yo era muy joven, atendía la fotocopiadora y detestaba los ventanucos de las oficinas, la luz de tubo de las oficinas, y a la porción de la humanidad con la que viviría, por el resto de mi vida, atrapado en los intestinos de una bestia colosal.

Él ya era veterano, discretamente pelado, discretamente pálido, adusto. Demasiado adusto. Charly García y Nito Mestre cantaban a coro "Y dónde estás ahora, Natalio Ruiz, el hombrecito del sombrero gris...", y a mí me daban ganas de gritar: ¡Está en mi oficina! ¡Lo conozco! ¡Vive en mi oficina!

Valentini era un hombre gris. Quiero decir, de saco y pantalón gris, y creo que tenía gris hasta la corbata. Me impresionaba. Por su manera de llegar, antes que nadie, y por su manera de irse, siempre último, con esa resignación en la camisa y la pulcritud de sus zapatos.

Tenía un cargo de secretario gerencial o algo por el estilo, y trabajaba con otros esclavos en una dependencia del mismo piso, a la que yo debía ir a menudo.

Valentini reunía el colmo de mis terrores en su blanca piel de oficinista. Si llamaba el jefe, ahí estaba Valentini. Si venía una orden urgente de arriba, ahí estaba Valentini. Más que el empleado, era la ocasión. Mejor que la disponibilidad, era la actitud servil y humillada.

Una vez lo vi gatear, de rodillas, alrededor de su escritorio. No lo pude creer. Regresé por el pasillo a la cueva de mi fotocopiadora, con esa sensación de irrealidad propia de los sueños. Había colocado sobre el piso varios expedientes, porque ya no cabían en su escritorio, y controlaba las fojas y saltaba de uno a otro, igual a un perro que no decidiera qué hueso roer.

Decididamente, podía ignorar lo que haría con mi vida, pero nunca me convertiría en un hombre como Valentini. Yo iba a trabajar de vaqueros, sin saco, y con mi compañero de calvario, un pibe que usaba lentes a lo John Lennon y tenía el pelo aún más largo, nos prometíamos que jamás nos pondríamos una corbata alrededor del cuello, así tuviésemos que entregar la vida. Las corbatas representaban la horca que la sociedad ponía alrededor de cada individuo para extraerle el aire, el jugo, la módica felicidad con la que se podía soñar en un mundo fatalmente envilecido por el dinero, la falsedad y la estupidez de una burocracia que comenzaba en la escuela primaria y terminaba en la solemnidad del entierro. Dos metros bajo el suelo o en cualquier oficina como la nuestra, llena de tipos grises y muertos como Valentini, capaces de lamer expedientes hasta que se les seque la lengua, y la mano de sus verdugos.

(El texto completo puede encontrarlo en la edición gráfica de Sudestada N°32)

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Autor

Carlos María Domínguez