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El pucho en la oreja

Un domingo en el Harlem

¿Cómo es posible la risa? ¿Cómo, si son siglos de esclavitud, y siglos de trabajos forzados, y de piel curtida al sol, y siglos de hierro y carga? Eternidad de raza negra domeñada, puesta en la intemperie del mundo moderno. El techo es blanco, la pared es blanca, el hierro, el libro, la cortesía son blancas. La tierra es negra. La música también es negra, tan negra como el cuerpo y como la risa.

¿Cómo es posible la risa? ¿Cómo, si son siglos de esclavitud, y siglos de trabajos forzados, y de piel curtida al sol, y siglos de hierro y carga? Eternidad de raza negra domeñada, puesta en la intemperie del mundo moderno. El techo es blanco, la pared es blanca, el hierro, el libro, la cortesía son blancas. La tierra es negra. La música también es negra, tan negra como el cuerpo y como la risa.


Eso pasa: que después de todo, los negros bailan y se ríen. En una iglesia evangélica cualquiera, en el Harlem, un domingo antes del almuerzo. La historia está escrita a palazos en la piel pero igual se ríen, juntos, mujeres y hombres, todos negros, esa mañana en la calle 7 y la 125 del Harlem.


El contraste es enorme. Insisto: ¿cómo es posible celebrar la vida después de tanta humillación, de todo el antes y el ahora? Hay un dios en ese Templo, sí. Hay creencia en él y entonces el dios está ahí. No es una metáfora; sencillamente sucede, está. El dios de ese templo baila. Hablan de Jesucristo, dicen aleluya, invocan al hijo de Él, el hijo muerto por ellos y para ellos, los hombres. Repiten lo que dice el pastor. Pero lo hacen ritmo: el cuerpo, la música y la risa con las encías rojas a la vista. Va todo junto. El dios y su hijo bailan en los pies de esos negros y esas negras que están ahí, celebrando que es domingo.


Estamos en la fila de atrás (los blancos en la fila de atrás). Blancos curiosos y blancos turistas. Lo que parece una mañana con pretensión antropológica y afuera del templo, adentro es otra cosa. Adentro hierve, como si estuviera Iron Maiden o Purple: una batería con dos flotantes, el charleston, redoblante, tambor de pie y unos cuantos platillos Zildjian. Varias mujeres vestidas de blanco, con un gorro blanco y la piel brillante y negra, cantan en el escenario. Hay un órgano Hammond, como el que trajo Deacon Jones cuando tocó con Pappo en The Roxy. Las mujeres de blanco cantan una misma frase que se repite durante muchos minutos: empieza una y otra y otra la sigue, y los que están en las butacas se suman, cada vez con más ritmo, de manera progresiva, in crescendo. Entra el Hammond: suave, como Bach, como un colchón donde arrojarse sin miedo. El sonido del Hammond no tiene colorantes; es el sol cayendo, y este whisky, y esta enorme ausencia de mayo en la última fila del templo.


Todo va en aumento; el baterista acaricia los platos con las escobillas y el ritmo crece y crecen los cuerpos que bailan. Hay quienes aplauden con el pie, otros con la cintura; los más distraídos aplauden con las manos. Cada vez más intenso, hasta que es el mismo templo el que está cantando: los lisiados, los blancos, los loquillos –que los hay–, las señoras con sus chaquetas verdes o rojas y los hombres casi de oficina, de traje y corbata. Todos suben el volumen, nadie se pierde, nadie desafina. Es una fiesta pagana con dios. Un dogmatismo liberador, no un dogmatismo de clausura. ¿Es posible que el dogma libere? (Deleuze habla de la pintura medieval, de cómo es posible respirar porque antes hubo ahogo y opresión)...


(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada)

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Autor

Gustavo Varela