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Nota de tapa

Mujeres al combate

El protagonismo femenino en la militancia de los años setenta fue una marca de época. Muchas se sumaron al combate desde la primera línea, incluso participando activamente en acciones armadas, rompiendo con prejuicios culturales y políticos. En estas páginas, la historia de algunas compañeras combatientes: la Petisa Silvia y su odisea en Monte Chingolo, Susana Gaggero y su impronta en el PRT, Lili Massaferro y su desafío revolucionario, Beatriz Oesterheld y su viaje del trabajo social a la milicia montonera. Opinan Laura Giussiani Constenla y Daniel De Santis.

1. Algo en la mirada, como un fueguito en los ojos. Me había dicho: "soy canosa y petisa, me vas a reconocer enseguida". Pero no. A la salida de la estación Beccar, la reconocí en esos ojos, en la mirada, apenas bajé del tren. Silvia me estaba esperando. Entonces, toda esa historia que había leído, cobró vida: aquella fuga imposible de las entrañas del cuartel de Monte Chingolo, el refugio precario detrás de un ligustro, el copamiento que fracasa, las balas trazadoras cruzando la noche, los compañeros caídos ahí nomás, los milicos fusilando sobrevivientes y buscando por los rincones, el colimba que se acerca a inspeccionar al ligustro... El cruce de miradas: un joven conscripto que descubre los ojos asustados de una joven guerrillera, oculta en la mínima espesura. Después, lo imposible: el colimba y su silencio salvador, sus pasos alejándose, la oscuridad cómplice, los calambres, la decisión de salir, los piecitos de Silvia que suben y bajan por el alambrado interminable, los vecinos de la villa que la ven y la ayudan en silencio… Toda esta historia, por fin, tenía una voz.

La búsqueda que arranca, el dato que aporta un compañero, la llamada. Silvia, o la Petisa María, esperando en la estación. Canosa y petisa, sí. Pero ese fueguito en los ojos, justo arriba de su sonrisa. No hay duda, es ella.


2. Como por algún lado hay que empezar, Silvia señala que la primera vez que la realidad entró por su ventana fue durante las jornadas de trabajo social en Villa Crisol, entre Victoria y San Isidro. A los catorce años, las monjas de su colegio la llevaban a la parroquia del barrio para dar una mano: algunas chicas daban catequesis y otras, apoyo escolar. Pero ella se encargaba del merendero: de garantizarle una taza de mate cosido al piberío. Meterse en la Crisol fue abrir los ojos, conocer otra realidad, empezar a escuchar, a involucrarse, a renegar y a hacerse malasangre por vidas ajenas, difíciles pero entrañables. Con el tiempo, Silvia comprendió que la ayuda de las monjas apenas era un paliativo, que nunca alcanzaba, que la salida para desterrar la pobreza tenía que pasar por otro lado. Entonces, escuchó a una monja rebelde en el María Auxiliadora de San Isidro, una que se atrevía a leerle versos de Ernesto Cardenal y a charlar sobre el Che Guevara y sus ansias de liberación para América Latina. Por ahí pasaba la historia, pensaba Silvia.

Después se sumó a la Escuela de Bellas Artes, pero siguió en la búsqueda de una opción política. Una amiga inquieta se puso en contacto con compañeros del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), y las lecturas comenzaron a intensificarse: ahora se juntaban a leer El Combatiente y los documentos partidarios, se animaban a repartir volantes y a hablar en las reuniones, se sumaban a militar en el Frente Estudiantil. Y lo hacían con un arrebato febril, con una pasión que las empujaba a comprometerse cada día un poco más, a sumar tareas hasta no dejarse tiempo libre. Sigue Silvia, mientras ceba un mate en su casa, abriendo la puerta a los recuerdos. Revive ahora la pelea con sus padres, apenas advirtieron que en su habitación ocultaba algo más comprometedor que la prensa partidaria, y la salida de su casa paterna rumbo al refugio ofrecido por una amiga. Cuenta Silvia que apenas el Partido bajó la línea de la "proletarización", consiguió trabajo en los laboratorios de Kodak, sobre Panamericana, en San Isidro, y que desde allí se sumó a la tarea gremial con el mismo entusiasmo, ahora como delegada, sin descuidar sus tareas en la célula partidaria. La militancia absorbía todo el tiempo disponible, el vínculo con los compañeros se hacía carne y cada acción era una aventura donde el riesgo, la improvisación y las tensiones cotidianas solidificaban un lazo invisible. Se acuerda Silvia y se ríe: una de tantas, una pintada furtiva. No hay que perder tiempo, los grupos parapoliciales merodean por el barrio, la consigna de ocasión ya está diluida en el balde de pintura y un compañero camionero, Cacho, se suma a militar y su bautismo de fuego es manejar la brocha. Pero Cacho tiene problemas con la ortografía, problemas serios, y la pintada se demora. Cacho grita, envuelto en dudas, la brocha suspendida en la mano, si "Revolución" va con S o con C… Los demás compañeros, que vigilan en las esquinas, lo ayudan y sonríen. "Algo que teníamos que resolver en tres minutos, nos llevaba quince", dice Silvia. Y de esas, miles. Como esos carteles con roldanas, que jamás se desplegaban, pese a los esfuerzos renovados. Como aquella vez, con las mólotovs en una bolsa, esperando en la vereda de enfrente de una concesionaria Chrysler, y el patrullero que pasa justo, y la mirada de los compañeros que se cruza, como preguntándose en silencio si levantan la opereta o le dan para adelante. Y la respuesta es el fuego de las molos surcando el cielo de San Fernando hasta las vidrieras de la corporación imperialista… "Eran vivencias tan fuertes que, por ahí, había compañeros que habíamos conocido hacía dos meses, pero parecía que estábamos juntos desde hacía años. Muy convencidos todos, cuidando siempre al de al lado, pendientes si pasaba algo, una cosa solidaria muy fuerte", evoca.

Entonces, llegó esa mañana. La del 11 de diciembre de 1975. Silvia no ficha en el laboratorio pero envía un telegrama: avisa que tiene a su abuela enferma, que debe ausentarse por unos días. La verdad pasa por otro lado. El Partido está organizando una acción importante y ella es convocada...


(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada)

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Autor

Hugo Montero