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Nota de tapa

Cerati. Queda tanto por decir...

Fue la banda de sonido de nuestra adolescencia, el autor de esas canciones inmortales, el dueño de una estética sonora única. Pero también fue carne de prejuicios en la escena del rock nacional, un bicho raro para su colegas y el enemigo para el público de otros grupos de la época. Gustavo Cerati supo sobreponerse a los desafíos sin repetirse y sin conformarse: cada vez, apostó por la búsqueda de un nuevo sonido hasta ganarse un lugar como referencia del rock en español en América latina. Crónica de un artista que nos cambió la cabeza. Opinan los periodistas Adolfo Morales, Miguel Ángel Dente, el fotógrafo Marcelo Zappoli y su biógrafo, Juan Morris.

¿Qué pasó en el medio? Mejor dicho… ¿qué nos pasó en el medio? Sí, justo en mitad de ese tránsito de vida que abarca desde aquel repetido cantito, tribunero e intolerante: "Luca no se murió/ Luca no se murió/ que se muera Cerati/ la puta madre que lo parió…", al día de hoy, a este presente que nos encuentra escuchando las melodías de ese otro, del diferente, del tipo que no se parecía en nada a nosotros, que cantaba sus canciones desde la otra vereda, la de los chetos, la de los caretas, la de las camisas con hombreras (que parecían robadas del ropero de una tía solterona) y los peinados batidos hacia arriba, la de los ojos delineados y esos gestos, ambiguos para algunos, afeminados para casi todos. La vereda de las canciones que irrumpían sin pedir permiso en los "asaltos" ochentosos, mezclando los casetes de Soda Stereo con otros abanderados generacionales como Depeche Mode, Erasure o Madonna…


Sonaban perfecto, para qué negarlo. Eran esa prolija e impecable maquinita de sacar hits radiales que sueñan dominar los compositores mediocres. Armonías sencillas y estribillos ineludibles, pero además el destello de una voz que te obligaba a abrir los oídos y prestar atención. Parecían tan posmodernos, tan despolitizados y tan fin de la historia, que establecían –quizá sin intención– una distancia gélida con el resto; como si estuvieran atados a una lógica de época que ya se despedía de la primavera democrática –fines de los ochenta, principios de los noventa, o lo que es lo mismo: gris ocaso del alfonsinismo y albores de un frívolo menemismo–, donde la levedad y el individualismo arrasaban con lo visceral de un rocanrol que quedaba viejo, donde la perfección y el efectismo de sus canciones pop se confundían con la ausencia de pasión y la fórmula comercial lista para la venta. Así de errados estábamos.


Es que habían llegado los noventa y no nos enteramos: el rocanrol se hizo otra cosa, y hubo que elegir. De algún modo, algo de razón tienen los que postulan que nosotros no elegimos a Soda como banda de sonido de nuestra adolescencia. Soda nos eligió a nosotros. Nos bombardearon con sus canciones en las FM que todos escuchábamos, nos perseguían las melodías grabadas de apuro en esos compilados en casete que cada uno se armaba artesanalmente en su casa, procurando evitar la voz del locutor de Los 40 principales que pisaba cada tema. Parafraseando al guatemalteco Augusto Monterroso, cuando despertamos de la infancia, Cerati ya estaba allí y era parte de nosotros.


Entonces, ese trasfondo musical parecía una parte indeseable en nuestra mochila, un lastre con el que había que convivir en beligerancia, una marca generacional que despreciábamos porque –equívocamente– no sentíamos propia. Una música que parecía atada de pies y manos a modelos anglosajones, que sonaba (al menos, al principio) tan The Police que perturbaba, tan herencia impura de Federico Moura y Miguel Abuelo. Tan soberbios los Soda, que no reconocían influencia alguna de ese rock mitad bohemio y mitad libertario que configuraba nuestro mapa musical y que se iba extinguiendo. Como si hubieran surgido de una probeta espacial, androides de un pop sin raíces en el rock nacional, sin mirar hacia atrás ni admitir árbol genealógico. Es que Soda no tenía pasado: llegaba del futuro para adiestrarnos en el arte de nuevas melodías, como una patrulla perdida en la vanguardia de una modernidad que ni siquiera se vislumbraba en el horizonte. Y nosotros, tan incómodos e inseguros ante las señales de un mañana incierto, con el olfato y la agudeza de un búfalo ciego, pronosticábamos un destino directo hacia los fuegos fatuos de la fama efímera, rumbo al silencio de la mediocridad en el que cayeron otros compadres de época, como Miguel Mateos, GIT, Los Twist y tantos otros que ya ni hacemos el esfuerzo de recordar, pero que en ese tiempo se disputaban a codazos un lugar en nuestros walkmans. Así de equivocados estábamos.


Que durar sea mejor que arder

Por afuera, por los márgenes, llegaba la distorsión y el reviente, la actitud escénica de Sumo. Después, la lógica antisistema de Los Redondos (no a las apariciones televisivas, no a las notas periodísticas, no a las discográficas multinacionales), y más tarde la diáspora de Las Pelotas, Divididos y de tantos otros que ocuparon el espacio transgresor que había dejado vacante para siempre Luca Prodan; bandas que inocularon el virus rebelde y disconforme de la época, hasta que la industria se las fue fagocitando muy de a poco, para incorporarlas a su arquitectura, anulando su potencial contracultural, hasta transformarlas justamente en aquello tan temido: en carne de mainstream, en otro ladrillo más en la pared del negocio. Pero antes, llegar al recital de alguno de estos grupos era cargar con las inseguridades propias de la edad, y por eso saberse dispuesto a repetir el cantito mencionado al inicio con fervor militante, con esa firmeza futbolera de estar defendiendo los colores de una banda y defenestrando a otra, a esa otra que no seguíamos ni queríamos parecernos, sin importarnos demasiado la calidad del sonido, la carga visual del show o la verdad que ocultaban las canciones que bajaban del escenario. ¿A quién, si no a Soda, se le gritaba aquello de: "¿Y cuánto vale dormir tan custodiado/ de expertos cínicos y botones dorados?... /¿Y cuánto valen tus ojos maquillados/ y meditar con éter perfumado?/ ¿Y cuánto vale ser La Banda Nueva/ y andar trepando radares militares?"…


(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada)

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Autor

Ignacio Portela

Autor

Hugo Montero