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Malditos

Jaime Garzón. La risa que incomoda

Acribillado en las calles de Bogotá a los 38 años a manos de sicarios enviados por militares y paracos, fue mucho más que el humorista político más importante de la historia de Colombia.

Jaime Hernando Garzón Forero, acribillado en las calles de Bogotá a los 38 años a manos de sicarios enviados por militares y paracos, fue mucho más que el humorista político más importante de la historia de Colombia. Es difícil encontrar un paralelo argento: su humor no se parece al de Tato Bores, porque sus ocurrencias eran mucho más corrosivas e impiadosas con los poderosos. Capusotto podría ser, pero tampoco: Garzón juzgaba a los políticos con sarcasmo y precisión, más de lo que arriesga la crítica social del absurdo capusottiano.

¿Periodista? ¿Humorista? ¿Actor? ¿Político? Como los grandes de la historia, Jaime desparramó su talento de distintas maneras, sin encasillarse. Pero hay una dialéctica que definió el trazo grueso de su vida: el ir y venir entre la crítica al poder y la cercanía a ese mismo poder que defenestraba. Se integró al Ejército de Liberación Nacional (ELN) en su juventud y años después consolidó una relación de fraternidad con el embajador de Estados Unidos. Fue alcalde de una localidad de Bogotá antes de llegar a la fama, y asesor presidencial cuando ya gozaba de éxito masivo. Se ganó un espacio en la televisión por su talento, y desde allí transmitió sus ideas en medio de ironías que denunciaban y dejaban pensando. Aprovechó sus contactos con un sector de las FARC para ser un partícipe activo de negociaciones de paz, desafió a narcos y paramilitares. Todo el tiempo coqueteó con las dos caras de la política: el poder y el riesgo de enfrentarlo, sin medias palabras y sin esquivar el bulto. Finalmente, pareció resignarse a una muerte demasiado probable.

Colombia, tan violentamente contradictoria

Corría 1984 y el joven Jaime llevaba un año de estudios universitarios. Uno de sus amigos, Pablo López, cuenta que aun estudiando Derecho se interesaba más por las materias humanistas. En las aulas discutía con los profesores y afuera, en el parque o en la cafetería, se enredaba en debates de política y filosofía, aportando su ironía, pero sin llevar una discusión al infinito: cuando lo empastaban con argumentos eruditos, cambiaba de grupo de charla y ya. La situación en el país estaba bien verraca por entonces, y la universidad no era ajena. En mayo de ese año unos 300 estudiantes armaron flor de tropel: a las piedras, palos y ladrillos, la policía militarizada respondió con balacera: 17 estudiantes muertos; la universidad cerró por un año.

(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada)

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Pablo Solana